Hace casi ya diez años de mi primer trabajo. Aquél recomendado por mamá, que consistía en repartir volantes de una prepaga por debajo de las puertas de las casas. En ese momento, acababa de parir y recuerdo que con el exceso de peso más el cansancio que sufre una madre primeriza, la columna parecía partírseme al final de la jornada. Duró algo más que dos semanas, fue todo lo que aguanté. Años antes, aún en el secundario recorría los locales con solicitudes en la puerta y me presentaba como de dieciocho años. Por supuesto que ningún empleador fue tan ingenuo como para darle trabajo a una niña de catorce.
Luego vino la época de encuestadora, de camarera, de promotora, de vendedora y de empleada explotada hasta las últimas consecuencias. Lo más cómico y pintoresco de contar eran las entrevistas.
Luego vino la época de encuestadora, de camarera, de promotora, de vendedora y de empleada explotada hasta las últimas consecuencias. Lo más cómico y pintoresco de contar eran las entrevistas.
Una vez que necesitaban camareras, recuerdo que el entrevistador tomó una diminuta percha en la que colgaban un corpiño y una tanga y me dijo: - Este es el unifirme, ¿te animás? -. Inmediatamente huí espantada, no estaba dispuesta a ceder en ese sentido para mantener a mi bebé, sabía que habría otras cosas por hacer.
Después me tocó el turno de vender alimentos sueltos, y para reponerlos los vendedores debíamos cargar bolsas que llegaban a los cincuenta o sesenta kilos, a veces más que yo. Ni hablar de cuando venía el camión con la mercadería y teníamos que apilarla en un cuarto minúsculo. Una etapa complicada que concluyó en un accidente laboral al caer de una escalera con una bolsa enorme de "tutucas".
Al fin llegaron los trabajos divertidos en el aeropuerto. Ir y venir por esa mini-ciudad que es Ezeiza donde todos se conocen y portan una credencial que les da acceso a un sin fin de lugares, me parecía fascinante, nunca me cansé de esa atmósfera, de ese ambiente tan de vidriera. Era secretaria en Lufthansa, super agente en American Airlines y comodín en Swiss, Alitalia y otras compañías donde me necesitaran. Claro que el servicio era tercerizado así que no contaba con los tan ansiados y envidiados viajes gratis como el resto de los empleados. No importaba, hablar con gente de todo el mundo en distintos idiomas y de vez en cuando hacerlos sonreir era para mi algo impagable.
Pero el dinero tarde o temprano se hizo necesario, llegó la inflación y se congelaron los salarios. Ya no era suficiente la paga, debía dejar aquél querido lugar y las esperanzas de prosperar allí.
Resumiendo, dos trabajos más y aquí estoy ahora, en cama por dos semanas por un stress galopante, con solo veinticinco años y un currículum que necesariamente debe ser recortado porque no cabe en ninguna cabeza. No me he quejado nunca, por momentos quise huir, emigrar como hicieron muchos, pero me quedé y crío a mi hijo en esta ciudad que por momentos me parece maldita. No paro de trabajar arduamente con la esperanza de que él lleve una existencia bastante más aliviada que la mía, sin arritmias, ni desmayos, ni agonías.
Después me tocó el turno de vender alimentos sueltos, y para reponerlos los vendedores debíamos cargar bolsas que llegaban a los cincuenta o sesenta kilos, a veces más que yo. Ni hablar de cuando venía el camión con la mercadería y teníamos que apilarla en un cuarto minúsculo. Una etapa complicada que concluyó en un accidente laboral al caer de una escalera con una bolsa enorme de "tutucas".
Al fin llegaron los trabajos divertidos en el aeropuerto. Ir y venir por esa mini-ciudad que es Ezeiza donde todos se conocen y portan una credencial que les da acceso a un sin fin de lugares, me parecía fascinante, nunca me cansé de esa atmósfera, de ese ambiente tan de vidriera. Era secretaria en Lufthansa, super agente en American Airlines y comodín en Swiss, Alitalia y otras compañías donde me necesitaran. Claro que el servicio era tercerizado así que no contaba con los tan ansiados y envidiados viajes gratis como el resto de los empleados. No importaba, hablar con gente de todo el mundo en distintos idiomas y de vez en cuando hacerlos sonreir era para mi algo impagable.
Pero el dinero tarde o temprano se hizo necesario, llegó la inflación y se congelaron los salarios. Ya no era suficiente la paga, debía dejar aquél querido lugar y las esperanzas de prosperar allí.
Resumiendo, dos trabajos más y aquí estoy ahora, en cama por dos semanas por un stress galopante, con solo veinticinco años y un currículum que necesariamente debe ser recortado porque no cabe en ninguna cabeza. No me he quejado nunca, por momentos quise huir, emigrar como hicieron muchos, pero me quedé y crío a mi hijo en esta ciudad que por momentos me parece maldita. No paro de trabajar arduamente con la esperanza de que él lleve una existencia bastante más aliviada que la mía, sin arritmias, ni desmayos, ni agonías.