El sistema me corroe, me corrompe, me intimida. Acabo de pagar tres tarjetas de crédito y me quedan céntimos para vivir. Ideas entre suicidas, tragicómicas surcan mi mente, pero solo en el plano de chiste nefasto. Citibank quiere llevarse mi alma y hay que detenerlo. Avisos de ultimátum y notificaciones de vencimiento me llenan el buzón de papeles inútiles y la cabeza de preocupaciones que sencillamente no tienen gollete.
El trabajador de clase media no puede tomarse vacaciones, o sí, pero debería nunca regresar. Volver implica retomar la rutina, girar los pesados engranajes hasta terminar de cancelar las deudas, enviar a los chicos de nuevo a la escuela y comprar, comprar para que no les falte nada.
Las necesidades aumentan, la canasta básica también, pero los salarios permanecen congelados, fríos, helados.
Gracias a Dios que me quedan algunos libros por leer para transportarme a otro planeta, donde no existen las boletas de teléfono, luz y gas.
Muchas veces parece que el Sr. Banquero me estuviese tomando el pelo cuando me envía cartas en las que me comunica que tengo un fabuloso préstamo pre-aprobado por el Citi-shit, una verdadera compuerta a la desgracia del endeudamiento eterno. Las puertas del infierno financiero del pobre obrero o del infeliz oficinista. Claro, es que el gordo Banquero vive de los intereses, le chupa la sangre a gente como yo. Pero yo no soy una víctima sencilla, le voy a pagar en cómodas cuotas e intentaré meterme los plásticos por el culo antes de volver a usarlos y aumentar la sed del vampiro.