Lavábamos los platos en casa de Pablo
después del almuerzo, era sábado a la tarde y el sol se filtraba por el
ventiluz. Nos hubiésemos preparado para recostarnos a leer en el sofá de no ser
interrumpidos por el sonido del timbre y el bullicio de voces infantiles,
maullidos y ladridos en el pallier.
Fernando y Eleonora cruzaron la puerta
escoltados por sus dos hijos que saltaban detrás llevando globos de helio
que flotaban en el aire caliente del comedor. La nena tenía un hermoso vestido blanco que
resplandecía como la nieve y acababa en un ruedo de brodery, su hermano vestía
del mismo color, los dos muy elegantes y pulcros, como prestos a asistir a
alguna ceremonia importante. Los acompañaban fielmente siete mascotas sin
correa, tres perros y cuatro gatos de distintas razas y colores. Probablemente
llegaran de un cumpleaños, pero porqué llevar consigo a los animales?. La situación
era bizarra e inexplicable, aunque me resignó la idea de que por cortesía y
protocolo a veces solemos tolerar cosas peores.
El hermano de Pablo le susurró algo en el
oído y tomándolo del brazo, lo condujo a la cocina. Los dos hombres se quedaron
allí, charlando en secreto. Fernandito y Amanda correteaban como de costumbre y
los gatos los perseguían pisándoles los talones e intentando saltar sobre los globos; no así los perros
que se habían recostado en fila aprovechando un mismo rayo de sol que se
proyectaba en el parquet. Eleonora y yo
nos sentamos en la sala. Ella sonreía ofreciéndome una taza de té
mientras me indicaba que me sentase en el sofá. De alguna manera curiosa
habíamos invertido los roles, ella se había transformado súbitamente en la
anfitriona y desplazándome a la posición de visitante. Me inquietaba un poco su actitud, pensé
que tal vez hubiese problemas con su departamento y necesitasen quedarse con
nosotros unos días o estuviesen por irse de viaje y querían que Pablo y yo cuidemos de
sus mascotas.
Dejé enfriar mi taza de té para beberlo
todo de un sorbo, mientras conversábamos sobre temas superfluos como compras y
vestidos. Eleonora insistía en que beba mi infusión como si tuviese algún apuro .En el aire había estática,
un rechazo mutuo se percibía entre las dos. Ella me odiaba por mis ideas, yo a
ella un poco por carecer de un alma. Observé una expresión vil en su rostro que me
heló la sangre y cerré los ojos cayendo exhausta e inexplicáblemente sobre el respaldo de jackard.
No recuerdo bien en qué momento me venció
el sueño, si fue por el té o por la soporífera y superficial conversación. Solo
recuerdo que me soñé en un quirófano y que los familiares de Pablo oficiaban de cirujanos.
Cuado desperté fui hasta el baño para lavarme la cara. Estaba algo mareada y me
costaba saber si aún soñaba o estaba realmente despierta. Por un instante tuve
la impresión de que no había nadie más en la casa, pero fue solo hasta que vi
los globos rojos colgados en el resplado de una silla y los zapatos de charol de Amanda con los zoquetes con puntilla dentro. Observé entonces que
aquella tarde de verano me resultaba infinita, tal vez porque el grado de luz que invadía
los ambientes conservaba la misma intensidad que al momento en que nuestra calma
había sido interrumpida por las inesperadas visitas.
Dos parejas adultas, dos niños y siete
mascotas son demasiada gente para compartir un departamento de cincuenta metros
cuadrados, no obstante, no se sentían olores ni ruidos que perturbasen la quietud de la casa. No tenía ni una razón puntual para
pedirles amablemente que se retiraran, así que debía pensar en algo. En estas ocasiones solía recurrir a
artilugios tales como sutiles como bostezos que insinuaban un supuesto cansancio o un par de caricias a
Pablo, lo cual podía traducirse en un deseo (generalmente inexistente) de tener
intimidad con él, en ese caso mi cuñada le guiñaría un ojo a su esposo y se
retirarían con los niños cinco minutos después.
Pero éste no era un sábado convencional, la atmósfera estaba pesada, todos actuaban de manera extraña y el
tiempo se había suspendido, la casa completa parecía estar encerrada en una
esfera de cristal.
Atravesé el comedor en dirección a la
cocina, sentí mis pies descalzos apoyarse sobre la madera tibia y la espalda
empapada y febril. Me invadió la curiosidad por saber qué estarían haciendo
todos en un espacio tan pequeño, tal vez le estuviesen enseñando a los niños a
preparar un pastel, pensé. La puerta estaba entreabierta y por el hueco podía
ver a Fernando vestido con un delantal de cocina blandiendo un cuchillo, Pablo
estaba a su lado y lo miraba en su faena como aprendiendo una importante
lección. Eleonora y los niños también estaban allí aunque fuera de mi campo
visual. Susurraban.
Empujé la puerta muy despacio para no
interrumpir lo que estaban haciendo. Pablo me sonrió y con un ademán me invitó
a entrar y a pararme más cerca para observar mejor mientras pasaba su mano por
mi cintura. Fernando sostenía a uno de los gatos, uno rubio, muy joven, de
mirada enorme e inocente. El animal recostado sobre la tabla de cortar fiambres
no oponía resistecia, parecía calmarse con cada caricia de su dueño, levantaba
los ojos para mirarnos con una expresión tierna mientras toda la familia le
respondía el gesto de ternura con sus sonrisas estáticas. De un súbito golpe
Fernando le arrancó la cola que fue a parar sobre los platos enjabonados, el
animal se soltó y corrió como un rayo hacia el patio interno. Eleonora tomó uno
de los perros solo un poco más grande que el gato y comenzó a quitarle las
orejas, cuando acabó también lo dejó
correr hacia el patio. Los niños miraban la escena entusiasmados, hasta se
ofrecían a ayudar, a mí me paralizó el espanto, no llegaba a comprender el
sádico espectáculo.
El
tercero fue otro perro, el más pequeño esta vez, la pareja le quitaba las
partes de piel que tenían manchas de pelo de diferente color, así le arrancaron
una porción de pelaje de la cabeza, la espalda, las patas y le quitaron la
cola, luego lo dejaron ir. La testa
negra de un Boston Terrier cayó sobre el fregadero que en ese momento estaba
lleno de piel y pellejo. Amanda se acercó a su padre y le pidió la cabeza para
jugar mientras se alejaba saltando y canturreando, la tomó sonriendo entre sus
manos y se la llevó afuera para mirarla mejor mientras la sostenía en alto.
Los animales no chillaban, o yo no podía
escucharlos, parecían sedados, (como yo?) apenas se mostraban molestos y todos
compartían la misma expresión naif en la mirada, no era tristeza sino compasión
hacia sus dueños mientras éstos los preparaban para descuartizarlos
parsimoniosamente, en cuotas. Así, uno a uno fueron trayendo de nuevo a los
animales heridos, para acomodarlos en el improvisado cadalso. Los bichos
deambulaban por el patio lamíéndose la sangre que les corría por las patas. La
escena transcurría en silencio, pero en absoluta armonía y dicha familiar, como
si en vez de estar descuartizando a sus mascotas estuviesen jugando al
Estanciero o cantando canciones de María Elena Walsh. O tal vez cantaban y el
pánico me impedía escuchar.
Fingí ir hasta el baño y planificándolo
todo con un par de miradas busqué las llaves y me calcé las zapatillas. Le dije
a Pablo que salía a comprar algo pero ni siquiera pude escuchar mi propia voz.
Su rostro cambió violentamente y la expresión de gozo y serenidad con la que
había estado presenciando aquello fue reemplazada por otra de absoluta ira, le hizo un ademán con la cabeza a su hermano
señalándome mientras la boca de Eleonora pronunciaba mudas palabras. Mi cuerpo
se movía con lentitud y pesadez, como si estuviese en el espacio intentando
salir por una nave espacial. Bajé la vsta hacia el suelo, como buscando algo y
pude ver como un fino hilo de sangre bajaba por mi frente tornándose cada vez
más espeso. Pegado a la pared de la sala y muy sigilosamente el gatito rubio se
acercaba hacia mí, mirándome con sus enormes ojos. En un parpadeo pude
contemplar a la familia parada frente a mí, observándome con ojos voraces, los
niños de blanco y manchados de sangre, Amanda sosteniendo la cabeza del perro
negro, Eleonora inmóvil con una sonrisa falsa en los labios y su mirada asesina
y Pablo yendo hacia la habitación con Fernando.
Me agaché como pude, la cabeza me daba
vueltas, tomé al gato y bajé las escaleras corriendo mientras lo sostenía junto
a mi pecho. Atravesé el jardín comunitario con prisa y desesperación, ya casi
llegaba al portón cuando voltée para mirar hacia la casa, los dos hermanos se
asomaban por el ventana. Fernando le daba indicaciones a Pablo que sostenía una
escopeta apuntando directo a mi cabeza.