viernes, 21 de mayo de 2010

El agua que corrió bajo el puente


Hace mucho tiempo que no publicaba. Mi vida acelerada de muchacha de ciudad me mantenía atada a mis múltiples obligaciones y le restaba tiempo al placentero vicio de escribir.
Muchas cosas sucedieron en este tiempo. Todo cambió radicalmente, ya no vivo con la misma persona, es más, ando sola por el mundo cargando mi pesado equipaje. Mil veces me he preguntado si me equivoqué, pero es un hecho que el tiempo pasa y se va rápido, no se puede vivir en el pasado.
Este verano fue como vestirme con la piel de una persona que no conozco y encarar la vida en pose triunfadora, yo lo creí. Me maquillé, me puse unos zapatos de taco negros, mi mejor vestido y conseguí un trabajo como recepcionista en uno de los bares más populares de la ciudad. Me codée con famosos y me topé con extranjeros con los que dialogué en un english very polite, intenté relacionarme con franceses y saqué a relucir mi oxidado alemán. Dejé que me alagaran y que me hicieran sentir como una diva de vitrina. Como no era suficiente me busqué un un departamento antiguo, blanco y amplio. Me mudé, viajé a España de vacaciones, luego a New York. Comencé mi último año de carrera y amoblé mi casa nueva.
El cansancio nunca llegó, pero la depresión volvió a derrotarme. No necesito ahondar en los síntomas angustiantes de aquellos días, cuando uno se quiere morir y terminar de una puta vez con tanto dolor.
Lloré y desée haberme emborrachado o estimulado de alguna manera que me hubiese hecho sentir al menos momentáneamente feliz. Pero rechacé definitivamente un nuevo tratamiento.
Es preferible aprender a enfrentar el sufrimiento humano (lo cual es un proceso natural), que anestesiarlo día a día con esas miniaturas que te hacen ver la vie en rose. La vida no es eso, la vida es felicidad, pero también es tristeza, melancolía y soledad y aunque estos últimos sinónimos sean los que más me reflejan hoy también se trata de un desafío superar los estados de ánimo.