Esa tarde hubo un cambio de planes, papá me pasó a
buscar por el colegio en un Ford
Fairlane azul acompañado por José y una rubia con aspecto mundano. La situación
me parecía surreal e indebida, se suponía que era mi madre la que vendría, iríamos a una galletitería a comprar un cuarto de Roccocos y tomaríamos leche tibia mientras me dejaba mirando a Lucille Ball frente a un televisor blanco y negro. Mi padre, en cambio, siempre me ofrecía alternativas más tentadoras a la opacidad de la rutina materna, lo que me parecía siempre más instructivo que el universo prefabricado de la televisión.
El asiento del acompañante siempre estaba reservado
para mí, yo era su princesa escolar y me gustaba lucirme en los modelos nuevos que mi él conseguía. Los cambiaba cada vez que se presentaba la ocasión de hacer un
buen trato o de remplazarlos por algo más extravagante. Así fue como tuvimos un Boogie sin capota con el que nos agarró una tormenta en la Costanera o una
imitación del auto de James Bond que compró destartalado y que terminó vendiendo por un tercio de su valor cuando la situación apremiaba.
A José lo conocía desde siempre, era un taxista
divorciado, un paria que pasaba sus días en los bares de Constitución tomando café y leyendo el suplemento deportivo del Diario Popular. Supongo
que de esa amistad surgió la costumbre casi religiosa de mi padre de tomarse un cortado después de almorzar. Lo que no sabía
era quién era esa mujer, era la primera vez que la veía y a pesar de su
apariencia de mina fácil, de su minifalda negra y del exceso de maquillaje escondía en la mirada algo muy profundo, una melancolía intrigante. En ese preciso instante comprendí cuánto me habían engañado al criarme en un mundo donde las apariencias son la carta de presentación, supe que podía ver más allá, como si las personas fueran diapositivas transparentes.
Supuse que era la amante de José. Por el espejo del
retrovisor los veía manosearse como dos adolescentes, él le besaba el cuello,
ella lo detenía, tal vez para guardar un poco las formas ante mi presencia y mi
curiosidad. Ella le llenaba la cara de saliva y lápiz labial. Papá conducía por la autopista, cruzó el puente que separa La Boca de Dock Sud y aunque
insistí en preguntar hacia dónde nos dirigíamos, las respuestas fueron vagas y
determinantes – Vos quedate tranquila, la vas a pasar bien- o -¿alguna vez la pasaste mal con papá?-
Nos detuvimos en una estación de servicio a cargar
nafta. Los dos hombres se pusieron a charlar mientras Silvia, la extraña mujer intentó
socializar conmigo. Su
voz derrochaba tristeza, hacía un esfuerzo por mostrarse alegre, intentaba sonreír, pero había algo en su semblante que la
convertía en la mujer más triste que había visto jamás. Para mí era edificante
hablar con una puta, aunque supongo que ella pensaba que era una niña inocente,
yo lo sabía casi todo, lo había aprendido de los videos de mis padres y de las
sucias revistas de Playboy y Sex Humor que escondían debajo del colchón. Ella me
hacía preguntas sobre el colegio, o las tonterías de las que se le suele hablar
a los chicos de seis años, yo tenía ganas de preguntarle todo sobre su vida, pero a esa edad no tenía las agallas, ni encontraba el modo de bucear en las intimidades
de la mente adulta. Me conformaba con saber que a escondidas podía leer los artículos de la revista Emanuelle sobre psicología y sexualidad como una pequeña voyeur.
Las dos nos subimos atrás, por momentos había
silencios, bonitos silencios en los que ella me acariciaba el pelo, las ventanillas
estaban abiertas, ella miraba los pastizales, había mucho sol y la ventisca le
volaba el pelo suelto y rubio. Me convidó un chicle de tutti frutti, primero lo
rechacé, tenía constantemente la imagen de mi madre en la mente, reprendiéndome
por las cosas que se suponía que debía o no hacer, me autoreprimía respetando
sus imposiciones aún cuando estaba ausente. Mascar chicle era una pequeña
transgresión, después de todo ella no estaría allí para verlo. Silvia mascaba
con descaro, con la boca abierta, sexy, hacía globos que después explotaba con
los dientes y solo se detenía en su juego para fumar. Me parecía genial llegar
a ser así, tan libre tan sensual, me daban ganas de apurarme y crecer para
hacer lo que se me diera la gana. A veces me imaginaba que si mi madre hubiese
muerto en aquella época y me hubiese quedado sola con mi padre mi vida hubiese
sido una aventura interminable, claro que me sentía un poco culpable de desear
algo tan perverso, pero se sentía liberador acariciar esos pensamientos. Desde muy
temprano Papá solía hablarme acerca de cómo tratar a los hombres, me decía que
con el tiempo llegaría a ser una mujer guapa e inteligente por herencia, que
algún día comprendería lo que intentaba decirme: “No permitas que te usen, tomá
el control”.
Silvia tomó mi pelo y me peinó, me hizo dos trenzas
que me colgaban por los hombros, me decía que le hubiese gustado tener una hija
como yo, como si hubiese una razón que se lo impidiera. ¿No tener una pareja estable?, ¿vivir de la
calle?, ¿su relación con José?, no lo sabía, solo la observaba
cabizbaja, mostrándome una sonrisa inverosímil.
El Ford se detuvo en un bar de mala muerte, no había
mucha gente pero sí una Rockola y lo más importante para animar el espíritu
aventurero: whisky y cerveza. Mi padre pidió un whisky con hielo, en esa época
no solía tomar otra cosa y su relación con esta bebida espirituosa se había
transformado prácticamente en un vicio, pero lo respetaba porque era difícil
tolerar las peleas con mi madre, por algo estábamos allí, en el medio de la
nada y no en casa, comiendo fideos y presenciando una escena por celos o por
dinero.
Silvia y José pidieron una cerveza y para mí una Coca
Cola, pero les dije que no me gustaba y la cambiaron por una Teem. Por esos
tiempos había probado pocas cosas, ya me había besado y tocado con un amiguito,
jugaba al Carrera de Mente mejor que los adultos y sabía más de cine que
cualquiera en el círculo de amistades de mis padres (que no eran la gran cosa
en cuanto a cultura general pero sí considerando mi edad); así que cualquier
ocasión de hacer algo prohibido me seducía.
El mozo trajo las bebidas y Silvia entendió de alguna manera lo que esa
niña astuta sentada a su lado quería. - ¿Querés probar?- me dijo - ¡claro!- le
respondí y debió iluminárseme la cara. Mi padre asintió, sabía que con él todo
estaba bien, él pensaba que lo más grave era que me mareara un poco o que
terminara algo alegre o adormecida. La encontré un poco amarga, pero nada
desagradable y me quitaba más la sed que
cualquier bebida gaseosa, las que siempre me resultaron demasiado dulces.
Por debajo de la mesa Silvia le tocaba la pierna a
José, él no paraba de hablar de cosas de hombres, la ignoraba como a un objeto
del que ya se hubiese aburrido, la alejaba con ademanes como diciéndole “este
no es el momento”. Entonces Silvia tomó mi mano y me llevó hasta la Rockola,
pero yo no tenía dinero así que volví y le pedí a papá que se portó bastante
generoso como siempre, el trato implícito era que yo me divirtiera y que lo
dejara tranquilo, nuestros deseos no podían estar más de acuerdo.
Pasábamos las páginas de la Rockola, mucha cumbia y
poco rock and roll, pero pudimos arreglárnoslas con algo de Creedence y Queen.
Nos tomamos de las manos y comenzamos a bailar, libres, unas Thelma y Louise
salvando las distancias generacionales. Lo estábamos pasando bien en verdad, a
lo grande.
No cenamos, ya se estaba haciendo tarde, el sol se había
puesto hacía rato y necesitábamos ponernos las máscaras otra vez. Subimos al
auto, transitamos de nuevo por los paisajes del sur mirando por la ventanilla.
Con Silvia ya no era necesario hablar, sino estar allí, sentadas de la mano,
pensando. Papá tomó el camino hacia Barracas y dejó a la pareja en la única
esquina iluminada por un farol, Iriarte y Montes de Oca. De allí nos fuimos a
casa, un poco demorados pero no lo bastante tarde como para cenar en familia.
Mamá se sorprendió con la novedad del auto y aunque se ofuscó un poco por
nuestra temporaria ausencia, todo se arregló como siempre con el encanto de mi
padre.
Unos días después papá estaba sentado en la mesa de la
cocina, tomando un whisky, un poco apesadumbrado.
- ¿Qué pasa papá?
- Silvia. Murió.-
- ¿ Qué?-
- Sí, se tiró a las vías del tren.-
- ¿Qué pasa papá?
- Silvia. Murió.-
- ¿ Qué?-
- Sí, se tiró a las vías del tren.-
No dijimos nada más, solo me quedé sentada recordándola jugar con su goma de mascar.