domingo, 7 de junio de 2015

Buscando al Gorrión Rojo - Una crítica sobre Pulp de Charles Bukowski

Acabo de terminar la que según muchos es la peor novela de Charles Bukowski y no puedo dejar de pensar en lo mucho que Nick Belane me hará falta durante las próximas noches. La crítica le ha reprochado al escritor la caricaturización de los héroes chandlerianos, la ironía de escribir sobre un Bogart gordo y borracho, el exceso de absurdos con marcianos incluídos pero ha descuidado a mi juicio varios recursos que hacen de esta una obra que si bien no es la mejor del autor, reboza una reconfortante madurez que se deja leer de a pequeños momentos y si uno presta la debida atención. 

Belane bien pertenece a Hollywood como podría hacerlo al barrio porteño de Constitución y eso lo hace un personaje fácil de trasladar a la realidad cotidiana de la ciudad donde te encuentres que no es poca cosa. Siempre he creído que cuando un escritor consigue hacer que tus ratones se pongan en movimiento allí arriba, ¡ya te ha pillado el culo! (como diría el vulgar detective).

Lo que más he llegado a valorar de este libro no es precisamente la sabiduría de Bukowski en llevar hasta el final semejante farsa, sino sus gloriosos "invervalos filosóficos", esos momentos en los que el texto respira y él lanza una aguda reflexión sobre la existencia humana. Creo que si me tomo el trabajo de compilar esos peldaños de aire que entrelazan las disparatadas hazañas de Belane, podría componer un fantástico poema sobre el caos de la vida. 

Al final Belane encuentra al Gorrión Rojo, algo que hasta la última página nos parece un absurdo y a la vez un imposible y es éste precisamente el momento más perfecto de todo el relato. Entonces, Bukowski deja de tomarnos el pelo y nos revela su versión surrealista de la historia íntima del alma humana. Si, se convierte en algo tan abarcativo como lo que menos estábamos esperando. A estas alturas Bukowski sabe cómo seducirnos y mantenernos en vilo durante toda una novela, pensando que nos va a decepcionar hasta el último momento, creyendo que nos vamos a encontrar con un gran fiasco como desenlace... pero no, el final no podría ser mejor.

Y así cerré las páginas de Pulp y le dije adiós a Jeannine Nitro, a la Señora Muerte y a Céline y me puse a ver una vez más El Halcón Maltés para honrar al género. 





jueves, 11 de septiembre de 2014

Halifax Tennessee Hellmann


Capítulo I

Halifax Tennessee Hellmann fue tal vez el mejor saxofonista que haya vivido en Chicago en los años de la gran depresión. Por lo demás era un sujeto más que ordinario y con poco éxito en la vida, estaba claro que lo suyo era la música y en menor medida, las mujeres.

Su curioso nombre llamaba la atención siempre que se presentaba; cuando estaba de humor, Halifax les narraba la breve historia: “Halifax, Nova Scotia fue la ciudad a la que llegó mi padre emigrado de Alemania; Memphis, Tennessee es la ciudad donde se crió mi madre antes de mudarse a Chicago. Al nacer decidieron bautizarme con los nombres

de sus lugares preferidos en el mundo.” Entonces era cuando alguna mujer suspiraba ante Halifax y caía rendida ante sus perfectas y delicadas facciones, siempre terminaba

yéndose a casa con una diferente. Claro que él sabía que podía llevarse a la cama hasta a la reina de Inglaterra si así lo deseaba, pero era un tipo modesto y prefería no darse aires. Muchas veces solía despertar la risotada de algún desconocido que mezclado entre la banda increpaba a Halifax y le decía que no era posible tener un nombre semejante pero esto no le importaba demasiado.

Otro factor desopilante que sorprendía a sus interlocutores es que Halifax era negro, pero su padre era casi albino. Esto era sí porque Halifax era el fruto incestuoso entre su madre y su abuelo; ella huyó del infierno que le tocaba enfrentar a diario en Memphis y se encontró con otro fugitivo: Ludwig Maximilian Hellmann. Ludwig venía viajando desde que llegó a Canadá, buscaba la tierra de la libertad y las oportunidades, tenía algunos amigo que habían venido desde su Alemania natal y le habían enviado postales que decían que en el “nuevo mundo” estaba el éxito y lo invitaban a conocer América.

Theresa, la madre de Halifax trabajaba como obrera en una fábrica cerca del Navy Pier, Ludwig había conseguido un puesto como vigilador de la misma fábrica. Así fue como el cinco de agosto de 1905, Theresa entró junto a las demás obreras por el portón principal y se encontró de frente con Ludwig, quien quedó inmediatamente embelesado ante aquella belleza de piel de ébano y de rostro angelical. Ella a su vez sintió lo mismo, pero instantáneamente bajó la mirada con cierto temor, nunca había visto unos ojos de color azul tan profundo, le pareció estar contemplando las aguas del lago Michigan en un día de tormenta. 

La atracción fue mutua e instantánea, él se disculpó por la distracción de haberla embestido involuntariamente y la ayudó recoger la cesta con su almuerzo, una manzana había rodado por el suelo. Ella notó que él hablaba inglés con cierta dificultad y le preguntó de dónde era. Aquella conversación continuó durante la hora del almuerzo y se prolongó durante los siguientes dos meses y medio. A ella le parecía curioso que un blanco le hablara tan amablemente, a él le parecía lo mismo ya que muchas veces era discriminado por ser extranjero y no expresarse correctamente, pero Theresa en cambio siempre tenía palabras dulces para él.

El tiempo pasaba y era imperioso para ella sincerarse con Ludwig, no podía engañarle más. Así es como una tarde se armó de valor y sentados en el muelle luego de la jornada de trabajo interminable, Theresa le confesó que estaba embarazada y le narró parte del sufrimiento del que venía escapando. Le pidió disculpas, agachó la cabeza y se preparó para retirarse cuando Ludwig la tomó del brazó, la apretó contra sí y la besó, entonces le dijo algo que no estaba preparada para oír pero que la alegró inconmensurablemente: “Querida, cada día vengo a este trabajo de obrero pensando sólo en verte, me regalaste tu sonrisa cada tarde, dejaste que desnudara tu alma en cada conversación. No voy a dejarte sola en esta situación. Theresa, cariño, ¿quisieras ser mi esposa?”. Theresa respondió que sí con lágrimas de felicidad en los ojos y pronto,  la pareja ya estaba instalada cerca de Wabash street.

Allí, Halifax creció rodeado de bares, con Ludwig como padre verdadero, quien le enseñó a tocar el saxofón y a reparar instrumentos. Antes de la primera Gran Guerra, abrieron la famosa casa de luthería “Von Hellmann ́s” tal era el apellido original de la familia acortado por las autoridades migratorias que anotaron a Ludwig cuando llegó a América.

En 1925 Halifax tocaba todas las noches en distintos bares diseminados por la 
Wabash Street, vecindario completamente negro donde reinaba la música y la alegría como en ningún otro lugar. En Billie ́s nunca se sabía nunca quienes eran los músicos y quienes los espectadores. Cada noche la banda comenzaba a tocar y en el punto más álgido del show era tanta la algarabía que se contagiaba en el ambiente que cualquier hijo de vecino se subía al escenario y descollaba con un solo o con un acto de baile improvisado en el momento. Todos tenían su turno y nadie buscaba el protagonismo, todo era una fiesta en aquellos días, a pesar de la hambruna y del frío demencial que helaba la ciudad de los vientos.

La única melena color rojo candente que sobresalía en aquel distrito era la de Doris, la amante de Halifax por aquél crudo año en el que la prohibición del alcohol intensificaba su consumo. Doris era una mestiza nacida del desliz de un acaudalado terrateniente con su madre, una mucama de color que había llegado a la gran ciudad desde Alabama

buscando un futuro mejor que el de los campos de algodón. Por fortuna para Doris, su padre biológico le tomó gran afecto al verla nacer y se encargó lo más secretamente

posible de conseguir que se educara, se alimentara y se vistiera decentemente. Sin embargo, la muchacha, al tener una vida fácil y sin complicaciones, no pensaba tanto en el futuro como en divertimentos efímeros, noches de jazz y licor. Llevaba el ritmo en las venas al igual que Halifax y movía el trasero como nadie cada vez que pisaba un escenario.

La gorda Saddie había tenido menos suerte que Doris, su familia también venía del sur y ella había sido una bailarina genial antes de que comenzara a ensancharse, pero las cosas no le habían ido bien durante los últimos años. Por alguna extraña enfermedad Saddie había comenzado a engordar, así comiera sólo un bocado de pan al día su cuerpo crecía y crecía. A Halifax no le importaba demasiado esto, pero la abandonó cuando descubrió que se metía a hurtadillas en su cuarto y le robaba todo el dinero que había ganado tocando la noche anterior. La gota que rebalsó el vaso fue cuando Halifax la vió escudriñando su saxo, inmediatamente pensó que quería venderlo, entonces la echó y cambió la cerradura.

A partir de entonces, no sólo abandonó a Saddie sino juró no volver a llevar mujeres a su casa. Y es lo que hizo. Cada vez que terminada la noche alguna chica se le insinuaba, él le decía: “Cariño, el sexo es importante, pero la música es la esencia de todo, así que si quieres que este semental haga su trabajo, esperarás a que deje mi saxofón en mi apartamento y luego, procederemos a divertirnos en el hotel más cercano”. Nunca le habían dicho que no hasta que se topó con la consentida de Doris, tenía una silueta tan escultural que a Halifax no le importó y se la llevó a su casa, además, a diferencia de Saddie, no podía ser una ladrona. Doris tenía demasiado dinero que no le importaba espilfarrar delante de Halifax y si bien no era demasiado inteligente, su derriére lo compensaba todo.


Las cosas iban bien con Doris hasta que una noche, Halifax llegó temprano del su gira nocturna. Eran casi las cinco de la madrugada cuando al llegar con el estuche de su saxo en mano, escuchó voces y una carcajada de mujer que salían de su pequeño piso. 


- Doris-, pensó, -me estará poniendo los cuernos con algún cavernícola de esos que se ganan la mala vida. Ya sé, le haré la escena y todo habrá acabado en menos de cinco minutos, estoy harto de estas mujerzuelas, al final nunca son de fiar, siempre te acaban poniendo los cuernos.-

Entonces, Halifax abrió la puerta tímidamente. En el living de su casa había un hombre blanco con anteojos redondos que se quedó perplejo cuando vió a Halifax, sobresaltado acomodó sus lentes. Desde la cocina Doris le gritó

 – ¡Querido, llegaste!, al fin-. 
El hombre blanco se quitó el sombrero, le extendió la mano a Halifax y le dijo: 
- Es un honor conocerlo, es Usted un verdadero maestro, mi nombre es Benjamin David Goodman y soy un gran admirador de su música.-

-¿Vas a quedarte ahí, mudo Hali?, lo increpó Doris.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Licantropía



Cuando desembarcamos en Salvador de Bahía hacía un calor infernal, veníamos desde España a bordo del legendario “Príncipe de Asturias” en una travesía interminable, pero así viajábamos en aquel tiempo. No existían aún los veloces aviones que surcan los mares en tan sólo unas horas, de sólo pensar en ello me produce pavor, yo pertenezco a un mundo más calmo y más lento en el que los libros lo eran todo y la radio y el jazz una revolución.

Hacía poco que nos habíamos casado con Daniel y llevábamos una vida ajetreada y dividida por sus negocios entre Europa y Montevideo. No habíamos tenido tiempo para la luna de miel y aquél viaje era una suerte de aquello que tanto le había reclamado. Accedí a que su hermana Sofía viajara con nosotros, más como un acto de compasión que por voluntad propia. Sofía me parecía una mujer sumamente frágil y sombría que vivía tras la sombra de su hermano gemelo, eran sin duda dos almas unidas en el bardo, inseparables, empero, muy distintas.


A medida que el tiempo transcurría, los hermanos parecían más unidos que nunca, hacía unos días que habían dejado atrás sus diferencias y comenzaban a disfrutar del viaje, se reían constantemente como niños y pude verlos muchas veces sentados en cubierta mirando el mar al atardecer, sin más comunicación que el sonido del viento.

Una vez en Salvador el enviado por nuestro agente de viajes nos recibió en el puerto, se llamaba Teté, él nos dio las indicaciones para llegar hasta el Pelourinho y nos sugirió contratar allí mismo una acompañante en el Mercado Modelo que estaba justo cruzando la calle. Allí podríamos conseguir una muchacha que nos ayudara con los quehaceres y que por una módica suma se quedara con nosotros mientas estuviésemos en Bahía.

Durante mi estadía en Brasil comprendería luego que las ofertas de trabajo para la gente de color eran menos que escasas y que este pueblo, que conformaba gran parte de la población de ese país había quedado subyugado a las tareas de la construcción y los empleos callejeros y las mujeres a las casas de planchado o a la servidumbre.

Recorrí el mercado junto a Teté mientras mi esposo y su hermana, agotados por el viaje nos esperaban con el equipaje para cruzar hasta el elevador Lacerda. Había decenas de muchachas jóvenes ofreciendo sus servicios por monedas, la mayoría cruzaba en barco desde el Morro o de otras islas enfrentadas a la costa de Salvador.


Debajo de un nogal una chica miraba al suelo, en sus manos llevaba un cartel que decía: “Lavado y planchado por comida” a su lado una mujer mayor la acompañaba.

-Ella-, dije.

Teté habló con la muchacha y le explicó en portugués que éramos turistas y que estábamos interesados en sus servicios, también le explicó que nos hospedaríamos en el Hotel Dos Passageiros en el Pelourinho y que si gustaba podría quedarse con nosotros.

- Dígale que además de la comida y el hospedaje le pagaremos generosamente.- le dije a Teté.

Él tradujo mi propuesta y así fue como conocimos a Zuzú.

Antes de confiárnosla, su tía nos contó que Zuzú había crecido en la selva, prácticamente con los animales. Los lugareños de la isla contaban que la niña no era del todo humana, y que su madre había preferido sacrificarse a verla crecer y convertirse en un monstruo. Fue expresamente lo que tradujo Teté, lo que a mí me pareció un relato realmente exagerado cargado de superstición. No me explicaba como podían hacer sentir culpable a la pobre muchacha por la muerte de su madre y a la vez haber buscado un pretexto tan pueril. 

- No se preocupe señora, la niña estará bien con nosotros, puede confiar que volverá con usted en un mes a lo sumo.- díselo Teté. La señora nos saludó  en silencio mientras nos alejamos de allí, no volvimos a verla.

Los días pasaron, Daniel y Sofía se abstraían en largas conversaciones nocturnas en lo que percibía como un ejercicio constante de reconciliación. Zuzú se había convertido en mi refugio, para mí era como una más de nosotros. A veces le pedía que me contara las historias de su pueblo, ella siempre lo hacía con paciencia y sin reproches a mis ridículos caprichos burgueses. Permanecía a mi lado hasta que me dormía y luego se tiraba a descansar en su camastro junto al mío. Cada vez comprendía con más claridad el portugués natal sus palabras. De todas las historias, la que más me gustaba era la un lobo que acechaba por las noches el pueblo de Zuzú, le pedía que me la contara una y otra vez hasta que el sueño me vencía mientras la crujiente fonola reproducía incansablemente a la Negresse de París.

Daniel y yo habíamos hablado de los incipientes problemas en nuestro matrimonio antes de embarcarnos rumbo a Brasil, de dormir en habitaciones separadas, de tener que vivir con esa distancia. Llevar a su hermana fue idea mía y no suya, pensé que era una buena forma de unir la familia que pronto formaríamos, no tardé en arrepentirme. Sofía parecía querer llamar la atención todo el tiempo, sus mareos y malestares terminaban haciendo que Daniel se quedara a acompañarla en su habitación hasta que se durmiera, como si fuese una niña, como si no pudiese cuidarse sola. Daniel me pedía que saliera, que disfrutara, él debía cumplir con su deber de hermano. Zuzú me cuidaría, ella podía contarme sobre la cultura de Brasil y protegerme de los peligros, decía.

Zuzú parecía temerle a todos, excepto a mí o al menos era la única con la que hablaba, con Daniel y Sofía era sumamente tímida, agachaba la mirada en un gesto de ensimismamiento. Yo pensaba en las palabras que pronunció su tía cuando nos la confió en el Mercado, en la muerte trágica de su madre, y en Zuzú creciendo sola y salvaje.

Al principio paseábamos todos juntos cada noche por la Praca da Sé observando a los negros que vibraban al ritmo de los tambores mientras las Bahianas repartían cintas de colores a los turistas para que las ataran en las rejas de Nostra Senhora do Bonfim. Comíamos Acarajé para la cena, siempre y tal vez no los hubiésemos probado nunca de no ser porque el dueño del Hotel Dos Passageiros nos contó que estos buñuelos fritos eran manjares típicos de la zona, rellenos entre otras cosas con pasta de garbanzos, cebollas y camarones que no podíamos perder la oportunidad de probar. Después de cenar, nos sentábamos a practicar el deporte preferido de Daniel, le gustaba jugar a adivinar la nacionalidad de los turistas que paseaban por las calles empedradas, basándose en la ropa que llevaban puesta. Luego, Sofía o yo nos acercábamos a pedirles indicaciones para volver al hotel y dependiendo del idioma en el que respondían sabíamos de dónde venían. Zuzú me seguía los pasos, me miraba con sus ojos negros, profundos, incondicional, le parecían curiosas nuestras costumbres, nuestros modos, seguramente lo que divertía a Daniel le parecía sin sentido, y sobre todo detestaba usar zapatos.

Sofía empeoró su estado de salud hasta lograr que Daniel no lograra separarse de su lado. Fue entonces cuando me pidió que no dejara de salir en compañía de Zuzú. Las primeras noches sólo salíamos a comer Acarajé y volvíamos al hotel a descansar, luego con el paso de los días, le pedí a Zuzú que me acompañara a beber unos tragos en una taberna muy concurrida que estaba abierta hasta la madrugada y desde donde siempre había oído salir alegre música tradicional.


La tercer noche vimos desde afuera lo que parecía un espectáculo de danza, unas mujeres sacudían su pelo mientras saltaban con las piernas abiertas, cubiertas de sudor, se desgarraban las ropas como si se encontraran bajo un hechizo y cantaban una canción feroz. Zuzú me miró con el negro penetrante de sus ojos como diciéndome algo y por primera vez se separó de mí. Caminó hacia las mujeres que no paraban de bailar al ritmo de los tambores y se unió a ellas en una improvisación de saltos y contorsiones como no había visto jamás. 

Poco puedo recordar de aquel lugar, solo se que bebí, bebí hasta que no pude más y perdí a Zuzú en algún momento en el que un hombre negro me tomó de la cintura y me dio un beso tibio y profundo. Del camino hasta el hotel tampoco puedo recordar demasiado, sólo sé que desperté en mi habitación y que Zuzú y aquél hombre estaban conmigo. Los tres nos besábamos y nos retorcimos en la oscuridad, desde afuera sonaban tambores, la brisa de madrugada entraba por la ventana. El convento que alguna vez había sido el hotel me pareció en mi delirio un manicomio en el que sólo Zuzú y aquel hombre eran testigos de mi locura. 

Odié a Daniel, odié a Sofía, odié percibir los gemidos tenues en la habitación de ella cada tarde, cada noche y en respuesta al secreto profano que me obligaban a guardar me dejé tomar por aquel desconocido de todas las formas que pudiese imaginar, hasta que quedé exhausta y me tendí en la cama. Zuzú se quitó el vestido, tomó mis manos y me hizo recorrerla en la oscuridad. Vello, enormes superficies cubiertas de vello espeso, denso y al final un enorme miembro con el me penetró mientras el extraño nos observaba, nos contorsionamos en un acto bestial hasta que oí aquel sonido desgarrador, aquel aullido antes de que Zuzú terminara huyendo desnuda y perdiéndose en las calles de Salvador.


viernes, 9 de noviembre de 2012

Su presencia


Ni bien Miranda cruzó la puerta del bar se sintió nostálgica. Era invierno y llevaba una campera de cuero negra, estaba junto a unos amigos esperando a que se hiciera la hora de entrar a El agujero del jazz.  El lugar ya había abierto y tocaba una banda que hacía versiones de Fats Waler y Charlie Parker, pero a ellos le interesaba algo más cool, esas fusiones descomunales con música de los 70´s que tocaba Sebastián Peyceré y que hacían estallar el antro.
Eligieron una mesa justo en el medio del salón, pidieron cuatro cafés. Miranda no dejaba de observar los azulejos blancos, los espejos con marco de madera y los labios de Darío que hablaba sin parar. A pesar de ello no lo escuchaba, solo podía oír la música que producían las cucharitas en las tazas, los sobres de azúcar al romperse, los chirridos de las sillas y los sonidos naturales del mostrador; una sinfonía compuesta para vidrio y metal. En su cabeza todo era una reminiscencia de otro día en el mismo lugar. 


Una tarde de primavera mientras caía el sol se sentó en una de las mesas de afuera a beber catorce litros de cerveza con Gustavo, el resto era historia. Esa noche podía ver esa misma mesa blanca azotada por el viento invernal. Nada había cambiado, era como el hotel Overlook habitado por fantasmas que no envejecían jamás.

Miranda volaba con su mente mientras los demás hablaban y bebían café. El camarero que la había atendido aquella vez estaba de turno parado junto a la barra observando las mesas con la dedicación que solo tienen los camareros de antaño.  Se excusó para ir al toilette y cuando estaba por llegar, miró hacia atrás y lo vió. No tuvo dudas en ese instante, era Gustavo el que estaba solo frente a una enorme taza de café con leche y un libro enorme. A pesar de que aún mantenían una relación amena que había evolucionado más en lo fraternal que en lo sexual, no lo saludó, siguió caminando y se metió en el baño perturbada por su presencia. En la puerta del cubículo leyó: “Gustavo te extraño” y se sintió una idiota, se preguntó muchas cosas de las que nunca obtendría respuesta.

Miranda no se caracterizaba por ser una mujer cobarde pero había ciertas personalidades que la paralizaban, la de Gustavo era una de ellas. Era algo que había tratado en el diván de su psicoanalista sin llegar a ninguna conclusión. Salió de allí un poco más serena luego de mojarse las muñecas y el dorso de la nuca. Cuando volvió a mirarlo y él le correspondió se dio cuenta de que había cometido un error, era un extraño levemente parecido, Gustavo nunca había estado ahí aquella noche.

domingo, 7 de octubre de 2012

Visión Nocturna


Aquél habría significado un harén para Don Giovanni. Había mujeres de todos los tamaños y formas, de piernas largas, cortas, con más o menos curvas, grandes culos, grandes tetas, planas, angelicales, diabólicas; si a alguien se le hubiese ocurrido poner un puterío allí se habría convertido en el tipo más rico de la ciudad. Algunas muchachas llevaban pantalones que les marcaban el talle y los muslos, otras vestían faldas que si bien eran largas contenían sus cuerpos a presión, sobre todo a la altura de las caderas ya que las chaquetillas grises de los trajes apenas les legaban a la cintura, marcándoles forma de mujer como en las vestimentas de los 40´s, cuando los tailleurs estaban de moda. Pensé que tal vez cuando les dieron los uniformes eran más delgadas y habrían subido algunos kilos por el trabajo sedentario, de cualquier  manera esos kilos valían la pena, las transformaban en caricaturas vivientes de Divito.

Era raro ver allí alguna fea, o alguna gorda y las que lo eran, eran realmente espantosas, en el aeropuerto no existen los grices. La mayoría tenía “algo” que las distinguía y un color en las mejillas que las hacía lucir saludables como manzanas en primavera. La mayoría eran jovencitas de veintipocos, las había de pelo rojizo, rubio, moreno, con cejas gruesas o delineadas, con maquillaje recargado o natural. No necesitaban ser demasiado inteligentes para aquel trabajo, lo único necesario era estar en forma o poseer algún atributo especial.

En la sala de descanso pude conocer a Betty una hermosa rubia con el pelo por la cintura, no era natural pero era despampanante, tenía un bronceado envidiable y unas curvas para el infarto; también estaba Mary la que se parecía a Mila Kunis, tenía el pelo larguísimo pero castaño que terminaba en un gracioso riso rubio, era delgada pero bien formada y tenía facciones muy delicadas; por último estaba Luly, era la más fornida de todas, tenía unos senos enormes y un trasero legendario, su voluptuosidad era acentuada por su pequeña cintura, parecía una avispa.

Los pocos hombres que había eran homosexuales o tipejos desagradables. Recuerdo particularmente a uno con el rostro lleno de asquerosos forúnculos y rasguñones en la sien, parecía que su mujer lo hubiese apaleado la noche anterior, otros dos habían abusado tanto de la cama solar que parecían pollos rostizados. Algunos de estos personajes comenzaron a acosarme en sus ratos libres y lamentablemente los había muchos. Eran doce horas de trabajo nocturno en las que una panda de inadaptados intentaba seducirme. La pregunta era ¿porqué?

Si bien aún conservo mis piernas en buena forma, cuando se trata de trabajo las mantengo bien escondidas, no es lo mismo salir a beber a un bar un sábado a la noche que ir a trabajar con tipos que uno tiene que ver si no todos los días, día por medio. Me he mostrado una mujer de bajo perfil poniéndome maquillaje sobrio y hasta me llamaban la atención por usar demasiado poco (¿?) algo a mi juicio inentendibe. Además, los veinte ya se me han escurrido de las manos, hay carne más fresca y disponible por otros lados. Sin embargo, los hombres seguían persiguiéndome noche tras noche, mañana tras mañana. ¿Porqué, con tantas mujeres bellas a su alrededor me buscaban a mí?, no lo entendía, si todavía no había mostrado más que mis pantorrillas que asomaban por el trench coat y ni siquiera el cuello porque lo tapaba el pañuelo que por reglamento debíamos usar con el uniforme. No todas las chicas tenían mal carácter, las había fáciles y difíciles por igual, pero ellos siempre me buscaban a mí, simplona, sosa, aburrida. Por lo general siempre estaba leyendo alguna cosa o intentando comprender partituras de Beethoven, pasatiempos que no me convertían para nada en una mujer más sexy.

Fue a la segunda semana de usar las computadoras en los mostradores que decidí volver a usar mis lentes de descanso, tuve que hacerme unos nuevos porque los que tenía fueron destrozados por un gato que los terminó arrojando a una alcantarilla. Cuando me entregaron el nuevo par (una réplica exacta a los que usaba Anna Karina) los metí en seguida en el bolso decidida a estrenarlos aquella misma noche en el trabajo.

Al principio pensé estar viendo alucinaciones, o bien que el médico me hubiese recetado la graduación incorrecta. Si bien no veía borroso, ni más grande, ni más pequeño veía a las personas de forma diferente.  La primera sorpresa que me llevé fue cuando toqué el hombro de Mary para pedirle unas planillas, ni bien se dio vuelta me dí cuenta de que su rostro estaba lleno de arrugas y lunares enormes que jamás había visto, se le acentuaban las comisuras de la boca y algunas líneas en la frente como a una mujer mayor. Mary no debía tener más de veinticinco. Bueno, pensé, puede que no la haya visto con atención y por eso me haya pasado esto, siempre la había mirado de lejos y el astigmatismo no me había ayudado mucho.

La segunda visión sucedió durante el descanso, Betty entró a la sala mientras yo leía en uno de los sillones, ¡¿ésa era Betty?!, ¡por Dios, cuánto había cambiado! La Betty que yo conocía era una preciosidad, ésta era una chica con el rostro quemado por la lámpara solar y con el pelo arruinado por el peróxido. Estaba empezando a hilvanar una teoría que explicaba el porqué de los acosos.

Sólo me quedaba verificar si la tercera, la “bella Valkiria” seguía siendo como la recordaba. Busqué a Luly durante la próxima guardia, sabía que la vería esa noche, allí estaba, devorando papas fritas impiadosamente, abultando su figura a pasos agigantados y diciendo –todavía tengo hambre, ¿alguien tiene algo más para comer?-. Luly no era una nena de figura esquelética era una mujer con formas, pero tampoco era una mujer, alguien me contó que hacía poco había cumplido veinte años, recién había salido del colegio. Es decir que si no cuidaba sus atributos, se convertiría en una bola de cebo. El caso es que ella fue la única figura no distorsionada por mi mala visión, ella fue la única mujer real que había visto desde el principio.

jueves, 16 de agosto de 2012

La Peste



Me estaba quedando dormida en la sala de embarque del Aeropuerto de Narita, estaba completamente agotada después de haber visto el último concierto de Joni Mitchell la noche anterior. El vuelo de Tokio a New York todavía no se había anunciado cuando escuché la primera tos, venía de un par de asientos hacia la izquierda, era sumamente desagradable oír las gotas de saliva golpeando contra el reluciente piso de mármol. El tipo era enorme y muy feo, me recordaba a Charlie Marno, el protagonista de uno de los Cuentos de la Cripta. Me preguntaba quién podría soportar estar con ese hombre, tenía el rostro cubierto por diminutas venas violetas, los poros abiertos como platos y la piel enrojecida, era un verdadero asco. Lo peor es que tosía cada vez más fuerte haciendo un estruendo que estremecía a las ancianas japonesas sentadas entre el tipo y yo. Después de tomarle una primer radiografía mental volví a cabecear, pero en seguida me despertó el ruido de la flema en la garganta, el gargajeo, la explosión de nariz y boca y la saliva cayendo violentamente al piso. Una mujer muy elegante, vestida con un traje estilo marinero color rojo y zapatos náuticos al tono se acercó al hombre y le secó la boca con un pañuelo blanco, parecía ser su esposa. Muy tiernamente lo agarró del brazo y se lo llevó a caminar, así iban desde el freeshop hasta los asientos de la sala de espera mientras él tosía intermitentemente durante todo el camino. Cuando regresaron ella le siguió hablando, sin embargo él no le respondía ni la miraba jamás a los ojos, tampoco hacía esfuerzo alguno por dejar de toser o taparse la boca.

Había tanto silencio en aquel hall que casi se podía percibir el sonido de cada gota de esputo en las baldosas. Tal vez fuese porque los japoneses son personas parsimoniosas, tal vez porque el vuelo salía a las dos de la madrugada, pero el tiempo parecía congelado y la paranoia nipona de portar siempre esos barbijos blancos con los que se cubrían en casos de peste me daban escalofríos. Me sentía dentro de una película de horror de las buenas, de esas en las que hay asiáticas que saben torturar con agujas o fantasmas pálidos con largas cabelleras negras que te quitan el sueño durante una semana. Las viejitas a mi lado fueron las primeras en calzarse las máscaras, luego lo hicieron los ejecutivos que iban en primera clase. Como era un vuelo internacional iba plagado de rednecks de Wall Street y funcionarios del Fondo Monetario, había muchos desprotegidos ante la estrafalaria y tuberculosa tos del gordo Marno, como lo había apodado ya.

La tripulación comenzó a ingresar a la manga mientras un empleado regordete llamó por el altoparlante a los pasajeros que habían solicitado un previo ascenso a first. Los funcionarios hicieron cola y en unos minutos comenzaron a embarcar. Mi ticket era de los más baratos pero me puse de pie solo para alejarme del gordo que seguía tosiendo. La gente de la cabina principal se había amontonado como ganado esperando subirse al avión. Parecía que todos estaban urgidos por dejar Tokio atrás, como si se tratara de una catástrofe mundial. A mi lado una mujer se acercó cargando un cochecito de bebé doble con gemelos en el interior y dos enormes bolsos de mano; le ofrecí ayuda y aproveché para embarcar antes que el resto, luego fui directo a mi asiento en la fila 13.

Dormí un rato mientras todos se acomodaban y ponían sus cosas en los compartimentos superiores cuando el comisario de abordo me despertó:

     -  Disculpe señora, pero el vuelo se encuentra sobrevendido, tenemos a una importante comitiva de ejecutivos del Fondo Monetario a la que no le importa viajar en clase económica pero que necesita viajar en éste vuelo. Le ofrecemos un cheque por 500 dólares y un boleto en primera en el vuelo de mañana. ¿Qué dice?-
      - Estaré encantada pero que sean 700.-
      - De acuerdo, no hay problema.-

Me bajé del Boeing junto a un par de mochileros australianos que se alejaron enseguida. A pesar del cansancio y por alguna extraña razón yo me quedé a observar el despegue como si Charlie Marno, su puntillosa esposa y los gemelos fuesen miembros de una familia transitoria y bizarra que mi mente había creado en aquél lugar remoto.
Al día siguiente desperté tarde, muy tarde, llamé a Aerolíneas Transair y les pedí que en vez de enviarme a New York lo hicieran a Paris. El beneficio me permitió beber champagne, vino, sake y oporto hasta quedar exhausta en la lujosa poltrona individual.
Una azafata delgada y pálida me despertó antes de llegar para darme el desayuno. Le pedí un café negro para superar la resaca, enderecé el asiento y me ajusté el cinturón. El aterrizaje fue suave, ésa era la particularidad que más amaba de los 777´s.
Los pasajeros aguardaron casi una hora a que abrieran puerta, la gente de la cabina principal ya había retirado sus maletas de mano de las gavetas sobre los asientos y se agolpaba en los pasillos esperando bajar. En primera clase los hombres de negocios miraban sus relojes y reconectaban sus laptops y Blackberries. Finalmente una azafata se disculpó por las demoras y emitió el siguiente anuncio:  

- Estimados pasajeros de Transair, les pedimos disculpas por los inconvenientes ocasionados y les comunicamos que la demora se debe a una emergencia sanitaria recientemente decretada para todos los vuelos provenientes de Japón. Les rogamos tengan a bien aguardar en sus asientos, en breve se procederá a la apertura de puertas para el desembarco por la puerta G3 del Aeropuerto Internacional Charles de Gaulle.-

Tres horas después y con los motores apagados, el avión se había transformado en una lata pestilente. Los tripulantes seguían intentando sonreír y ofreciéndonos bocadillos con gaseosas calientes. Los ejecutivos japoneses estaban indignados, los franceses sarkocistas aún más. De pronto en medio del bullicio, otro anuncio:

      -  Estimados pasajeros de Transair, nuevamente les pedimos disculpas por los inconvenientes ocasionados. A pesar del esfuerzo realizado por la tripulación en pedirle a las autoridades francesas el ingreso a la terminal, el mismo ha sido denegado. Es decir que por exclusiva disposición del gobierno de Francia y en contrario a las reglas de aeronavegación, ésta aeronave deberá cargar combustible y retornar al aeropuerto de origen.- 

      El mensaje fue leído en japonés, inglés y francés al principio hubo un silencio sorpresivo, como de reflexión colectiva, luego los pasajeros comenzaron a sublevarse y a gritar. No hubo nada por hacer, las azafatas permanecieron firmes en sus posiciones intentando hacer entrar en razón a la gente, asegurándose de que todos tuviésemos los cinturones abrochados y los respaldos derechos antes del despegue. Las provisiones escaseaban porque a causa del inconveniente sanitario ni siquiera se le permitió al personal de abordo recargar los carritos de catering ni de bebidas para no tener que abrir las puertas en lo absoluto. 

      Así llegamos a Francia y así nos fuimos. Después de un vuelo pestilente en el que la gente no tuvo el decoro de dejarse los zapatos puestos, privilegiando el confort individual al bienestar común, llegamos nuevamente a Tokio.

    Cuando al fin pudimos salir de la aeronave y como si ya no hubiesen tenido suficiente, la mayoría de los pasajeros comenzó a formar fila para reclamar por el mal servicio mientras los empleados les explicaban que no habría compensaciones porque la cancelación había sido ajena a la empresa. Sentí tanta vergüenza que me calcé mis lentes oscuros y me alejé lo más pronto que pude. Después retiré mi equipaje, compré la edición del día de El País para saber qué estaba pasando y me subí al shuttle que me llevaba al hotel. Me quedé dormida en cuanto toqué el asiento (como suele sucederme). El chofer me despertó al llegar mascullando algo en japonés, creo que habló solo durante todo el trayecto. 

     Abrí los ojos al llegar y pude verlo, había cuatro ambulancias paradas frente al Marriott, gente tosiendo y con las manos manchadas de rojo entraba en ellas. Casi todos usaban barbijo, había letreros que nos obligaban a hacerlo bajo apercibimiento de no cumplir con la orden, ¡eso era lo que intentaba decir el chofer!

     Hice el check in y subí a mi cuarto pero no dejé que ningún bellboy me acompañara, necesitaba estar sola y poner literalmente los pies en el suelo. Todavía estoy aquí. Lo único que pude hacer fue tomar El País y ver en la tapa la foto del primer avión de Transair que estuve a punto de tomar, en la página 7 otra foto muestra algunos de los pasajeros, en ella se ve a Charlie Marno y a su esposa casi desfigurados y manchados de sangre. Pensé en los gemelos. En la nota dice que casi todos ellos murieron, que fueron los primeros en llevar el virus de Asia a Estados Unidos pero no los únicos, el mismo día llegaron otros 50 vuelos que desembarcaron en las principales ciudades de ese país. El artículo también dice que si no encuentran una forma de erradicar la peste, la primera potencia mundial desaparecerá.

domingo, 22 de julio de 2012

Noirmoutier




Llegamos a Noirmoutier poco antes del mediodía. Lo único que sabía del lugar era que se podían comprar mariscos deliciosos y que vendían una manteca elaborada con sal marina, gruesa que nunca faltaba en la mesa de las familias francesas. Yo era una visitante extraña, una mujer sudamericana, huraña que solo deseaba descansar, ya había tenido suficiente de charlas interminablemente aburridas por complacer a Jules y necesitaba unos días de silencio y de mar.

La casa me sorprendió, era una pequeña  finca construida en los años 50´s por Jacques, el abuelo de Jules. El chalet estaba bien provisto de todo lo necesario para pasar bien las vacaciones. En un mueble del comedor encontré oporto del mejor, cognac, jerez, vinos añejos y juegos de mesa como el Scrabble, el Monopoly, cartas y dados, sólo faltaba un tablero de ajedrez para convertirse en la despensa perfecta. Abrimos los ventanales, desempolvamos los muebles y fui a mi habitación a cambiarme de ropa. De repente sentí un alarido de mujer, nada alarmante, tenía una tonada jocosa, brasileña pero hablaba el francés a la perfección por lo que pude escuchar detrás de la puerta. No tenía ganas de ver a nadie, pero esconderme hubiese sido inútil y ridículo, así que salí. Vi a dos hombres y una mujer hablando animosamente con Jules parados en el jardín.

-Cariño, ella es Hulda, es del norte de Brasil. Su novio Remy y Steven, amigos míos.-
-Encantada. Sepan disculparme pero voy a terminar de arreglarme para ir a conocer la playa.-
-Por supuesto querida, no te preocupes, vamos todos juntos, hay más gente que quiero que conozcas allí. Te esperamos.-
¡Demonios!, pensé, el destino se empecinaba en hacerme ejercer una desagradable comedia donde los diálogos me resultaban tan estúpidamente forzados como en una película de Buñuel. ¿Cuándo llegaría la ansiada paz que necesitaba para escribir?



Salimos de la casa, caminamos solo unos cuantos metros hasta la playa mientras los amigos de Jules me preguntaban de dónde venía, cuánto tiempo estaría en Francia, si ya había probado el foi gras y el Pineau de Charantes y el resto de las cosas absurdas que suelen preguntar los franceses cuando recién te conocen. Venía escuchando el mismo discurso desde hacía dos semanas, aquellos tipos no tenían la culpa de mi fastidio así que les respondí brevemente pero con una mueca que simulaba una sonrisa. En la playa había como mínimo quince personas más, todos franceses amigos de Julien con sus esposas, entre ellos Demian, el tipo más atractivo que hubiese visto jamás. Tenía el pelo oscuro, por los hombros y se lo recogía en una cola de caballo; sus ojos eran azules como el mismísimo mar y su rostro era tan parecido al de Jared Letto que daba la impresón de estar frente al actor de Hollywood. Por desgracia a su lado estaba su mujer, Melanie, una bella francesa cuyas tetas me imaginaba enfundadas en un vestido de corte imperio como en el siglo XVIII, siempre que la veía me la imaginaba recogiendo flores en la campiña y dándole besos violentos, arrancándole la ropa y siendo sorprendidas por Demian. Melanie era una mujer de unos veinticinco, tan hermosa que no me daba envidia ni celos, solo deseaba compartir a su esposo en cualquier rincón y me hubiese bastado un revolcón con esa dulce pareja para sobrellevar toda la hipocresía que predominaba en Francia. Como de costumbre y como Damien era el tipo más encantador que hubiese conocido allí, era la única persona con la que podía conversar. Él se esforzaba por pronunciar frases en español y me preguntaba sobre la vida en Buenos Aires la diferencia con él era que sus preguntas partían de un verdadero apetito por conocerme. De pronto vi a Julien con la mano de Hulda acariciando una de sus piernas, yendo hacia sus testículos en plena playa. A mí me importaba un rábano lo que hiciera, éramos amantes y aunque él me dijera que se tomaba en serio lo nuestro sabía que aquello se terminaría ni bien embarcáramos en Charles de Gaulle. La brasileña lo toqueteaba frente a su novio, le sonreía y le decía lo mucho que se alegraba de verlo. Me contenté al pensar que la promiscuidad europea no estaba solo cristalizada en el cine, era real. Me disculpé un instante y me alejé hacia unas rocas, me senté en la arena a contemplar a unos niños jugando a armar castillos y a un perro enorme que corría por el borde de la playa. Me quedé allí, sintiéndome aliviada lejos de la multitud y de las molestas risotadas de Hulda, disfrutando de la soledad. El tiempo parecía detenido y el cielo era de un amarillo vainilla que se cernía sobre mí como un lienzo pintado por impresionistas. Bebí unos tragos de una petaca de whisky que traía en el impermeable y me tendí en el suelo a mirar las nubes. No sé cuánto tiempo pasó pero me quedé dormida, me despertó Jules ofreciéndome un mate lavado, espantoso que escupí con desprecio. Creo que estaba haciendo catarsis por el desagrado de los momentos a los que me había sometido, pobre Jules con su mirada de sorpresa y el escupitajo en sus zapatos.

-Volvámos, se está haciendo tarde y aún no almorzamos. Creo que podemos dormir una siesta antes de que llegue mi tío Jean Michel.-
- De acuerdo, en realidad no tengo hambre pero me tomaría una de esas cervezas belgas que trajimos de Nantes.-
- Ah, olvidaba decirte que esta noche tenemos un compromiso, hacen una fiesta en la casa de Hulda, va a haber hachís y mucho para tomar, creo que podríamos pasarlo bien, yo puedo llevar la guitarra y tocar un poco de mi repertorio.-
- Ok, dejámelo pensar, ¿si?-
Su propuesta sonaba divertida porque sabía que allí podría ver a Damien, fumar el mejor hachís y beber el mejor whisky, si tenía suerte mi fantasía del menaje a trois podría realizarse, pero eso significaba  que debía soportar el espantoso repertorio de Jules.  Él se consideraba músico, lo cual me hacía mucha gracia, siempre se equivocaba en los acordes y pretendía cantar tango con voz afeminaba, por lo que siempre lo reprendía. Eso me enfermaba.

Me tumbé en el sofá a mirar un libro sobre el mundial de fútbol Argentina FIFA 1978, se veía interesante, las fotos eran impecables y me pareció una rareza encontrarlo justo en ese lugar. Me serví un poco de oporto y Jules cocinó una ensalada con jamón crudo, lechuga morada y papas fritas cubeteadas. Lo mejor fueron las cervezas Grinbergen, no podría olvidarla, lo mejor que había probado en años junto al pan con manteca y granos de sal marina.

Fuimos a dormir una siesta, Jules quiso hacerme el amor pero había bebido bastante y con el sopor que teníamos a causa del viaje, el alcohol y el mal clima se quedó profundamente dormido casi al instante. Me desperté a las siete y media, tomé el libro de Proust que había colocado estratégicamente en la mesa de luz y leí hasta que Jules despertó. Volvió a insistir con lo del sexo, pero lo aparté y me fui a tomar una ducha. Parecía imposible despertar, el aire de mar era agotador, me dolía cada vez más la espalda, solo quería volver a dormirme. Jules se levantó y fue hasta la cocina o a preparar no sé qué cosas mientras yo volvía a meterme en la cama.

Cuando me di cuenta ya eran las doce menos cuarto. Salí al jardín para fumar un cigarro armado con tabaco alemán, mitad rubio, mitad negro, saboreaba el humo mientras sentía el frío en el costado rapado de mi cabeza. Espiaba a Julien en el interior de la casa, por los ventanales, tocaba su guitarra, se sentía grande. Cuando entré en la sala insistió en tocar para mí después de cenar, desafortunadamente no pude negarme. Así que tomamos una sopa de huitres con pan, manteca salada y vino, seguimos con el oporto y justo cuando Julien se disponía a tocar los primeros acordes sentimos las luces de un auto que estacionaba en el frente de la casa, era Jean Michel.

La familia de Julien me había hablado mucho de aquél tipo, se decía que era un adolescente de cincuenta y tantos años, que estaba casado pero que tenía amantes discretas con las que iba a la casa de Noirmoutier. Aquella noche la damisela de turno era Aurélie, una bella abogada belga de unos cuarenta años, pero de una apariencia tan frágil que le daba a la piel de su rostro un aire de anciana prematura. Cuando los vi entrar quedé fascinada con Jean Michel, era un tipo de un metro setenta, con cabello gris y unos lentes de marco redondo. Lo que más me llamó la atención fueron sus zapatillas azules de lona, ¡decían tanto de él! Aurélie, entró encorvada, tomándose de la cintura con gestos de dolor, él la ayudaba a caminar. Julien me había contado que hacía unos años ella había sufrido un accidente y que debió someterse a varias cirujías  en la columna. A pesar de aquel dolor que la hacía parecer una mujer veinte años mayor, Aurélie era esbelta y elegante, tenía unas botas color tabaco y el pelo platinado, recogido en un moño que le daban un aspecto de diva me recordaba a Kim Novak en Vértigo.

Tomamos asiento en la sala de estar, junto a la chimenea, bebimos un poco de whisky mientras Julien tocaba algunos temas de Jobim, hasta que comenzó a rasguear un tango y en la primera estrofa con su registro afeminado se equivocó la letra. En seguida canté sobre la melodía creando una especie de canon, de pregunta-respuesta en la que mi voz sonaba más masculina que la de él. Intentaba enseñarle el sentimiento de arrabal pero era una tarea imposible. Su delicadeza era tal que daban náuseas escucharlo arruinar un tema de Discepolín.

-Bueno, se está haciendo tarde, creo que tendríamos que ir a la fiesta de Hulda, ¿vamos?-
-La verdad querido, me siento algo fatigada, no sé si será por el viaje o por el aire de mar, pero no puedo dejar de dormir. Andá tranquilo, no voy a aburrirme, tengo suficientes libros, licor y algo de hachís en mi bolso.-
-Está bien, voy a ir a ver a mis amigos y más tarde regreso.-
-Bien, disfrutálo. Ahora, si me disculpan me retiro a descansar.-
- Adiós querida, hasta mañana.-
-Hasta mañana.-

Salí al patio a fumar y vi la silueta de Julien alejarse en la bruma, hacia la playa.
Me quedé leyendo en la cama, bebiendo y fumando hierba un buen rato. Comencé a quedarme dormida y en un momento comencé a  escuchar los gemidos de Jean Michel y Aurélie. Los oía mientras volaba en una nube de sopor, ida, ya casi en otro planeta. Alguien tocó a la puerta. Pensé que sería Julien, pero era raro que volviese tan temprano de la fiesta, además tenía las esperanzas de que se quedara allí durante toda la noche y me dejara dormir tranquila. Mi habitación estaba fuera de la casa y tenía un baño propio, al lado estaba la de Aurélie que sí estaba conectada el resto de la casa, el comedor, la cocina, el baño principal y la planta alta. Yo estaba tan alterada por el hachís y el alcohol que fui hacia la puerta, caminando en la oscuridad. Sentí un beso de fuego, unas manos, el perfume de la piel de un hombre, tomé su cabeza con mis manos y mis dedos se enrollaron en su pelo largo, ¡Damien! No dijimos nada, me tumbó sobre la cama y comenzó a succionar mi sexo, bebió de mí, me penetró, me dio la vuelta, lo hicimos acostados, de pie, de rodillas hasta ya no poder más.

La luz del sol me despertó a las nueve, Julien dormía como un tronco, tenía un olor muy desagradable, probablemente el olor de Hulda o de Remy, o de los dos. Salí al patio a fumar y me encontré con Jean Michel y Aurélie tomando café, me ofrecieron uno. Me resultaban tan  agradables que me quedé conversando con ellos. Se podía hablar de lo que sea, no tenían prejuicios. El problema de los franceses era su juventud, los encontraba fascistas, engreídos, soberbios, machistas, la gente mayor como Jean Michel era diferente, pertenecían a otra generación, veían el mundo de otra manera. Así me sentí también con Aurélie, aunque ella me resultaba odiosa por momentos en los que se ponía demandante porque necesitaba que le alcanzáramos prácticamente todo y se quejaba de muchas cosas, pero me enternecía porque pensaba en su dolor y en su rol de amante, escondida en la habitación de huéspedes.

El sol comenzaba a quemar, parecía primavera, el frío no se sentía.  Julien se despertó y me pidió que lo acompañase a hacer compras para el almuerzo. Fuimos hasta el puerto a comprar mariscos para hacer una sopa y un par de platillos más de los que no recuerdo el nombre. El auto zigzagueaba por calles antiguas y angostas de doble mano, nos topamos con la iglesia y el diminuto cementerio del pueblo, los comercios eran pequeños. Una mujer salía de la panadería con tacos aguja, enfundada en un talleur a pesar de que era domingo y de que había comenzado a caer una lluvia fina pero persistente. Me di cuenta de que las francesas no conocen impedimento alguno para ostentar sus credenciales de belleza, en el país donde la apariencia lo es todo.

Los hombres prepararon el almuerzo mientras en el comedor Aurélie y yo conversábamos sobre la vida, se reía de cualquier cosa, pero no me parecía idiota, me parecía una mujer que necesitaba ser feliz y que tomaba las ocasiones que se le presentaban para lograrlo, estar con Jean Michel era una de ellas. La esposa de él siempre estaba ausente, viviendo sus aventuras en algún rincón de Guyana y Jean-mi necesitaba una mujer. El almuerzo fue una delicia: sopa de ostras con cebollines, pan, manteca salada y vino blanco. Cada bebida tenía su historia y Jean Michel nos la contaba con suma paciencia. Me hubiese gustado acostarme con el viejo de tener la ocasión, creo que me hubiese sentido bien, era un tipo encantador, me recordaba un amante con el que había estado poco antes en Vermont, tenía su edad y hasta ese momento había sido la experiencia sexual más gratificante que había tenido, el Dom Perignón de los polvos.

Después de la comida, el café y la sobremesa me retiré a mi cuarto. Julien se había ido a lo de Remy a estudiar guitarra. Afuera seguía cayendo la lluvia, el clima de mar era extenuante, me resultaba prácticamente imposible permanecer despierta durante el día, necesitaba dormir y reposar mis músculos, me sentía agotada.

Cuando desperté volví a tomar el libro de Proust, pero me aburrí pronto. Tomé mi impermeable, me calcé las botas y me fui a caminar por la playa. Mientras andaba por la orilla escuchando a Dexter Gordon en mi reproductor, sentí una mano en mi espalda, me di la vuelta y vi a Damien sonriéndome. Me besó fuerte en los labios y comenzamos a andar por ahí, estábamos solos, a lo lejos sólo se veían los pescadores en sus botes pescando bajo la llovizna. Charlamos un poco, le pregunté por Melanie, me dijo que se había quedado con su hijo, el pequeño Greg y que él necesitaba salir, para despejarse, que le gustaba caminar por la playa en días lluviosos. Coincidíamos en el hartazgo hacia las charlas sin sentido que se mantenían en el círculo de amistades de Julien y por él pude enterarme de algunas cosas que explicaban los manierismos de mi querido amante. Durante la fiesta, la noche anterior, Julien se había acostado con Remy y le encantaba practicar sexo oral a un tal Gerome desde la adolescencia. Damien lo sabía porque habían hecho el bachillerato juntos. Yo era una coartada perfecta para disimular las preferencias sexuales de Julien, el pobre sentía pavor a salir del closet. Por su parte Melanie con su rostro angelical gustaba de pasar las noches con Hulda y Remy. Él único que se quedaba fuera de las fiestas era Damien, a veces encontraba consuelo en la mujer que había visto salir de la panadería, la misma del talleur y los tacos aguja, era la única puta del pueblo, una puta cara que trabajaba en París y vacacionaba en Noirmoutier. Sentí compasión por él y lo llevé hacia un molino que había detrás de la playa, bajé su pantalón y comencé a succionar su miembro, él gemía y decía una serie de cosas en francés que no llegaba a comprender. No lo hicimos porque ya se hacía tarde y en Francia son muy respetuosos de dos cosas: los horarios y las apariencias, se defecan en la honestidad y en el respeto pero todos deben parecen perfectos, llegar puntuales, tener una mujer, un hijo, un trabajo respetable, una casa de vacaciones y un auto.  

Cuando llegué a la casa, los hombres ya estaban cocinando. Me llamó la atención que las puertas y ventanas estuviesen abiertas de par en par a pesar del frío, hasta que observé un humo negro que salía de la chimenea. Aurélie descansaba en el sofá de la sala, cuando le pregunté qué sucedía soltó una carcajada.

- Es que Jean Michel intentó encender el fuego y como no sabe hacerlo pudo demasiado kerosene , ya lo ves, es como un enfant.-
- ¡Hombres!- dije, y ella me entendió soltándome una mirada cómplice.

Bebimos  cerveza belga en su honor y conversamos de lo que habíamos hecho en el día. Les comenté acerca de mi extrema fatiga y me contaron que era normal, todos se sentían así en Noirmoutier y era justamente eso lo que les gustaba del lugar, era un sitio de reposo. Por eso Jean-mi le había ofrecido a Aurélie pasar unos días allí, supuestamente el aire de mar le haría bien a sus dolores de espalda y la alejarían del stress de su trabajo como jueza en Bruselas. Bebimos Pineau de Charantes, escuchamos la historia del destilado de cognac que nos contó él y jugamos Scrabble hasta las tres. Ya estábamos lo suficientemente borrachos como para ir a dormir, así que me despedí de todos amablemente y volví a mi habitación, Julien me siguió. Nos metimos en la cama, él me abrazó, bajó su mano por mi entrepierna y lo detuve, sentí náuseas. 



-Lo siento, no puedo hacerlo, hay algo de lo que debemos hablar.-
- ¿Qué cosa?-
- Presiento que las mujeres no son lo tuyo, creo que deberías…ya sabés, serme un poco más sincero.-
- No entiendo.-
-Vamos Julien, sabés perfectamente de lo que te estoy hablando, mi líbido está por el suelo y es porque a mí me gustan los hombres. Sé que anoche estuviste con Remy y con Gerome en la fiesta.-
- Sí, estuvimos bebiendo y tocando la guitarra.-
-¿Lo ves?, es inútil, lo hablamos en otro momento, pero por favor, no insistas en volver a tocarme, creo que estamos en universos diferentes.-
- Mi amor, te estás equivocando.-
- ¡Al diablo!, no me llames así, yo no soy el amor de nadie, esto me parece completamente absurdo. Hasta mañana.-

     Julien se quedó dormido a los cinco minutos, toda aquella escena no le incomodaba en lo más mínimo, estaba tan acostumbrado a fingir que hacía cualquier cosa para seguir sosteniendo la comedia de una relación incipiente delante de los demás. Me senté en la cama y volví a retomar el libro de Proust. Al lado volví a escuchar los gemidos de Aurélie y Jean Michel y me alegré por ellos. Me imaginé que a unas cuadras de distancia Damien dormiría solo o tal vez le contara un cuento al pequeño Greg. Hulda estaría con Melanie, así como Remy estaría con Gerome. Todos tenían con quien hacer el amor, menos yo. 



     Salí al jardín a fumar un cigarro y me escapé hacia la playa, en la oscuridad pude ver una silueta, Damien parecía esperarme, estaba sentado en un banco de madera, envuelto en una manta sintética y bebiendo un vino dulce. Parecía feliz de verme, nos quedamos conversando, besándonos de a ratos, compartiendo una noche estrellada y el viento del mar que nos pegaba en el rostro. Hacía frío, pero ambos necesitábamos de compañía. Al día siguiente debía regresar a París y después a Buenos Aires, él prometió venir a verme y dedicarme tiempo aunque viajase con su familia. Nos despedimos como dos adolescentes en celo, nos frotábamos, nos besábamos, nos tocábamos. Esa fue la última vez que lo vi.

    La mañana siguiente los cuatros habitantes del chalet de playa nos reunimos a desayunar antes de la despedida. Tomamos un par de fotografías en el jardín, el sol brillaba sobre el cabello de Aurélie, ella sonreía, Jean Michel la miraba cautivado por su belleza. Eran la pareja más libre y más afortunada de Noirmoutier.