Llegamos a Noirmoutier poco
antes del mediodía. Lo único que sabía del lugar era que se podían comprar
mariscos deliciosos y que vendían una manteca elaborada con sal marina, gruesa
que nunca faltaba en la mesa de las familias francesas. Yo era una visitante
extraña, una mujer sudamericana, huraña que solo deseaba descansar, ya había
tenido suficiente de charlas interminablemente aburridas por complacer a Jules
y necesitaba unos días de silencio y de mar.
La casa me sorprendió, era
una pequeña finca construida en los años
50´s por Jacques, el abuelo de Jules. El chalet estaba bien provisto de todo lo
necesario para pasar bien las vacaciones. En un mueble del comedor encontré oporto
del mejor, cognac, jerez, vinos añejos y juegos de mesa como el Scrabble, el Monopoly, cartas y dados, sólo faltaba un tablero de ajedrez para
convertirse en la despensa perfecta. Abrimos los ventanales, desempolvamos los
muebles y fui a mi habitación a cambiarme de ropa. De repente sentí un alarido
de mujer, nada alarmante, tenía una tonada jocosa, brasileña pero hablaba el
francés a la perfección por lo que pude escuchar detrás de la puerta. No tenía
ganas de ver a nadie, pero esconderme hubiese sido inútil y ridículo, así que salí.
Vi a dos hombres y una mujer hablando animosamente con Jules parados en el
jardín.
-Cariño, ella es Hulda, es
del norte de Brasil. Su novio Remy y Steven, amigos míos.-
-Encantada. Sepan disculparme
pero voy a terminar de arreglarme para ir a conocer la playa.-
-Por supuesto querida, no
te preocupes, vamos todos juntos, hay más gente que quiero que conozcas allí.
Te esperamos.-
¡Demonios!, pensé, el
destino se empecinaba en hacerme ejercer una desagradable comedia donde los
diálogos me resultaban tan estúpidamente forzados como en una película de
Buñuel. ¿Cuándo llegaría la ansiada paz que necesitaba para escribir?
Salimos de la casa, caminamos
solo unos cuantos metros hasta la playa mientras los amigos de Jules me
preguntaban de dónde venía, cuánto tiempo estaría en Francia, si ya había
probado el foi gras y el Pineau de Charantes y el resto de las
cosas absurdas que suelen preguntar los franceses cuando recién te conocen.
Venía escuchando el mismo discurso desde hacía dos semanas, aquellos tipos no
tenían la culpa de mi fastidio así que les respondí brevemente pero con una mueca
que simulaba una sonrisa. En la playa había como mínimo quince personas más,
todos franceses amigos de Julien con sus esposas, entre ellos Demian, el tipo
más atractivo que hubiese visto jamás. Tenía el pelo oscuro, por los hombros y
se lo recogía en una cola de caballo; sus ojos eran azules como el mismísimo
mar y su rostro era tan parecido al de Jared Letto que daba la impresón de
estar frente al actor de Hollywood. Por desgracia a su lado estaba su mujer,
Melanie, una bella francesa cuyas tetas me imaginaba enfundadas en un vestido
de corte imperio como en el siglo XVIII, siempre que la veía me la imaginaba
recogiendo flores en la campiña y dándole besos violentos, arrancándole la ropa
y siendo sorprendidas por Demian. Melanie era una mujer de unos veinticinco,
tan hermosa que no me daba envidia ni celos, solo deseaba compartir a su esposo
en cualquier rincón y me hubiese bastado un revolcón con esa dulce pareja para
sobrellevar toda la hipocresía que predominaba en Francia. Como de costumbre y
como Damien era el tipo más encantador que hubiese conocido allí, era la única
persona con la que podía conversar. Él se esforzaba por pronunciar frases en
español y me preguntaba sobre la vida en Buenos Aires la diferencia con él era
que sus preguntas partían de un verdadero apetito por conocerme. De pronto vi a
Julien con la mano de Hulda acariciando una de sus piernas, yendo hacia sus
testículos en plena playa. A mí me importaba un rábano lo que hiciera, éramos
amantes y aunque él me dijera que se tomaba en serio lo nuestro sabía que
aquello se terminaría ni bien embarcáramos en Charles de Gaulle. La brasileña
lo toqueteaba frente a su novio, le sonreía y le decía lo mucho que se alegraba
de verlo. Me contenté al pensar que la promiscuidad europea no estaba solo cristalizada
en el cine, era real. Me disculpé un instante y me alejé hacia unas rocas, me
senté en la arena a contemplar a unos niños jugando a armar castillos y a un
perro enorme que corría por el borde de la playa. Me quedé allí, sintiéndome
aliviada lejos de la multitud y de las molestas risotadas de Hulda, disfrutando
de la soledad. El tiempo parecía detenido y el cielo era de un amarillo
vainilla que se cernía sobre mí como un lienzo pintado por impresionistas. Bebí
unos tragos de una petaca de whisky que traía en el impermeable y me tendí en
el suelo a mirar las nubes. No sé cuánto tiempo pasó pero me quedé dormida, me
despertó Jules ofreciéndome un mate lavado, espantoso que escupí con desprecio.
Creo que estaba haciendo catarsis por el desagrado de los momentos a los que me
había sometido, pobre Jules con su mirada de sorpresa y el escupitajo en sus
zapatos.
-Volvámos, se está
haciendo tarde y aún no almorzamos. Creo que podemos dormir una siesta antes de
que llegue mi tío Jean Michel.-
- De acuerdo, en realidad
no tengo hambre pero me tomaría una de esas cervezas belgas que trajimos de
Nantes.-
- Ah, olvidaba decirte que
esta noche tenemos un compromiso, hacen una fiesta en la casa de Hulda, va a
haber hachís y mucho para tomar, creo que podríamos pasarlo bien, yo puedo
llevar la guitarra y tocar un poco de mi repertorio.-
- Ok, dejámelo pensar,
¿si?-
Su propuesta sonaba
divertida porque sabía que allí podría ver a Damien, fumar el mejor hachís y
beber el mejor whisky, si tenía suerte mi fantasía del menaje a trois podría realizarse, pero eso significaba que debía soportar el espantoso repertorio de
Jules. Él se consideraba músico, lo cual
me hacía mucha gracia, siempre se equivocaba en los acordes y pretendía cantar
tango con voz afeminaba, por lo que siempre lo reprendía. Eso me enfermaba.
Me tumbé en el sofá a mirar
un libro sobre el mundial de fútbol Argentina FIFA 1978, se veía interesante,
las fotos eran impecables y me pareció una rareza encontrarlo justo en ese
lugar. Me serví un poco de oporto y Jules cocinó una ensalada con jamón crudo,
lechuga morada y papas fritas cubeteadas. Lo mejor fueron las cervezas Grinbergen, no podría olvidarla, lo
mejor que había probado en años junto al pan con manteca y granos de sal marina.
Fuimos a dormir una siesta,
Jules quiso hacerme el amor pero había bebido bastante y con el sopor que
teníamos a causa del viaje, el alcohol y el mal clima se quedó profundamente
dormido casi al instante. Me desperté a las siete y media, tomé el libro de
Proust que había colocado estratégicamente en la mesa de luz y leí hasta que Jules
despertó. Volvió a insistir con lo del sexo, pero lo aparté y me fui a tomar
una ducha. Parecía imposible despertar, el aire de mar era agotador, me dolía
cada vez más la espalda, solo quería volver a dormirme. Jules se levantó y fue
hasta la cocina o a preparar no sé qué cosas mientras yo volvía a meterme en la
cama.
Cuando me di cuenta ya eran
las doce menos cuarto. Salí al jardín para fumar un cigarro armado con tabaco
alemán, mitad rubio, mitad negro, saboreaba el humo mientras sentía el frío en
el costado rapado de mi cabeza. Espiaba a Julien en el interior de la casa, por
los ventanales, tocaba su guitarra, se sentía grande. Cuando entré en la sala
insistió en tocar para mí después de cenar, desafortunadamente no pude negarme.
Así que tomamos una sopa de huitres
con pan, manteca salada y vino, seguimos con el oporto y justo cuando Julien se
disponía a tocar los primeros acordes sentimos las luces de un auto que
estacionaba en el frente de la casa, era Jean Michel.
La familia de Julien me
había hablado mucho de aquél tipo, se decía que era un adolescente de cincuenta
y tantos años, que estaba casado pero que tenía amantes discretas con las que
iba a la casa de Noirmoutier. Aquella noche la damisela de turno era Aurélie,
una bella abogada belga de unos cuarenta años, pero de una apariencia tan
frágil que le daba a la piel de su rostro un aire de anciana prematura. Cuando
los vi entrar quedé fascinada con Jean Michel, era un tipo de un metro setenta,
con cabello gris y unos lentes de marco redondo. Lo que más me llamó la
atención fueron sus zapatillas azules de lona, ¡decían tanto de él! Aurélie,
entró encorvada, tomándose de la cintura con gestos de dolor, él la ayudaba a
caminar. Julien me había contado que hacía unos años ella había sufrido un
accidente y que debió someterse a varias cirujías en la columna. A pesar de aquel dolor que la
hacía parecer una mujer veinte años mayor, Aurélie era esbelta y elegante,
tenía unas botas color tabaco y el pelo platinado, recogido en un moño que le
daban un aspecto de diva me recordaba a Kim Novak en Vértigo.
Tomamos asiento en la sala
de estar, junto a la chimenea, bebimos un poco de whisky mientras Julien tocaba
algunos temas de Jobim, hasta que comenzó a rasguear un tango y en la primera
estrofa con su registro afeminado se equivocó la letra. En seguida canté sobre
la melodía creando una especie de canon, de pregunta-respuesta en la que mi voz
sonaba más masculina que la de él. Intentaba enseñarle el sentimiento de
arrabal pero era una tarea imposible. Su delicadeza era tal que daban náuseas
escucharlo arruinar un tema de Discepolín.
-Bueno, se está haciendo
tarde, creo que tendríamos que ir a la fiesta de Hulda, ¿vamos?-
-La verdad querido, me
siento algo fatigada, no sé si será por el viaje o por el aire de mar, pero no
puedo dejar de dormir. Andá tranquilo, no voy a aburrirme, tengo suficientes libros,
licor y algo de hachís en mi bolso.-
-Está bien, voy a ir a ver
a mis amigos y más tarde regreso.-
-Bien, disfrutálo. Ahora,
si me disculpan me retiro a descansar.-
- Adiós querida, hasta
mañana.-
-Hasta mañana.-
Salí al patio a fumar y vi
la silueta de Julien alejarse en la bruma, hacia la playa.
Me quedé leyendo en la
cama, bebiendo y fumando hierba un buen rato. Comencé a quedarme dormida y en
un momento comencé a escuchar los gemidos
de Jean Michel y Aurélie. Los oía mientras volaba en una nube de sopor, ida, ya
casi en otro planeta. Alguien tocó a la puerta. Pensé que sería Julien, pero era
raro que volviese tan temprano de la fiesta, además tenía las esperanzas de que
se quedara allí durante toda la noche y me dejara dormir tranquila. Mi
habitación estaba fuera de la casa y tenía un baño propio, al lado estaba la de
Aurélie que sí estaba conectada el resto de la casa, el comedor, la cocina, el
baño principal y la planta alta. Yo estaba tan alterada por el hachís y el
alcohol que fui hacia la puerta, caminando en la oscuridad. Sentí un beso de
fuego, unas manos, el perfume de la piel de un hombre, tomé su cabeza con mis
manos y mis dedos se enrollaron en su pelo largo, ¡Damien! No dijimos nada, me
tumbó sobre la cama y comenzó a succionar mi sexo, bebió de mí, me penetró, me dio
la vuelta, lo hicimos acostados, de pie, de rodillas hasta ya no poder más.
La luz del sol me despertó
a las nueve, Julien dormía como un tronco, tenía un olor muy desagradable,
probablemente el olor de Hulda o de Remy, o de los dos. Salí al patio a fumar y
me encontré con Jean Michel y Aurélie tomando café, me ofrecieron uno. Me
resultaban tan agradables que me quedé
conversando con ellos. Se podía hablar de lo que sea, no tenían prejuicios. El
problema de los franceses era su juventud, los encontraba fascistas, engreídos,
soberbios, machistas, la gente mayor como Jean Michel era diferente, pertenecían
a otra generación, veían el mundo de otra manera. Así me sentí también con Aurélie,
aunque ella me resultaba odiosa por momentos en los que se ponía demandante porque
necesitaba que le alcanzáramos prácticamente todo y se quejaba de muchas cosas,
pero me enternecía porque pensaba en su dolor y en su rol de amante, escondida
en la habitación de huéspedes.
El sol comenzaba a quemar, parecía
primavera, el frío no se sentía. Julien
se despertó y me pidió que lo acompañase a hacer compras para el almuerzo.
Fuimos hasta el puerto a comprar mariscos para hacer una sopa y un par de
platillos más de los que no recuerdo el nombre. El auto zigzagueaba por calles
antiguas y angostas de doble mano, nos topamos con la iglesia y el diminuto
cementerio del pueblo, los comercios eran pequeños. Una mujer salía de la
panadería con tacos aguja, enfundada en un talleur
a pesar de que era domingo y de que había comenzado a caer una lluvia fina pero
persistente. Me di cuenta de que las francesas no conocen impedimento alguno
para ostentar sus credenciales de belleza, en el país donde la apariencia lo es
todo.
Los hombres prepararon el
almuerzo mientras en el comedor Aurélie y yo conversábamos sobre la vida, se
reía de cualquier cosa, pero no me parecía idiota, me parecía una mujer que
necesitaba ser feliz y que tomaba las ocasiones que se le presentaban para
lograrlo, estar con Jean Michel era una de ellas. La esposa de él siempre
estaba ausente, viviendo sus aventuras en algún rincón de Guyana y Jean-mi
necesitaba una mujer. El almuerzo fue una delicia: sopa de ostras con
cebollines, pan, manteca salada y vino blanco. Cada bebida tenía su historia y
Jean Michel nos la contaba con suma paciencia. Me hubiese gustado acostarme con
el viejo de tener la ocasión, creo que me hubiese sentido bien, era un tipo
encantador, me recordaba un amante con el que había estado poco antes en
Vermont, tenía su edad y hasta ese momento había sido la experiencia sexual más
gratificante que había tenido, el Dom
Perignón de los polvos.
Después de la comida, el
café y la sobremesa me retiré a mi cuarto. Julien se había ido a lo de Remy a
estudiar guitarra. Afuera seguía cayendo la lluvia, el clima de mar era
extenuante, me resultaba prácticamente imposible permanecer despierta durante
el día, necesitaba dormir y reposar mis músculos, me sentía agotada.
Cuando desperté volví a
tomar el libro de Proust, pero me aburrí pronto. Tomé mi impermeable, me calcé
las botas y me fui a caminar por la playa. Mientras andaba por la orilla
escuchando a Dexter Gordon en mi reproductor, sentí una mano en mi espalda, me
di la vuelta y vi a Damien sonriéndome. Me besó fuerte en los labios y
comenzamos a andar por ahí, estábamos solos, a lo lejos sólo se veían los
pescadores en sus botes pescando bajo la llovizna. Charlamos un poco, le
pregunté por Melanie, me dijo que se había quedado con su hijo, el pequeño Greg
y que él necesitaba salir, para despejarse, que le gustaba caminar por la playa
en días lluviosos. Coincidíamos en el hartazgo hacia las charlas sin sentido
que se mantenían en el círculo de amistades de Julien y por él pude enterarme de
algunas cosas que explicaban los manierismos de mi querido amante. Durante la
fiesta, la noche anterior, Julien se había acostado con Remy y le encantaba
practicar sexo oral a un tal Gerome desde la adolescencia. Damien lo sabía
porque habían hecho el bachillerato juntos. Yo era una coartada perfecta para
disimular las preferencias sexuales de Julien, el pobre sentía pavor a salir
del closet. Por su parte Melanie con su rostro angelical gustaba de pasar las
noches con Hulda y Remy. Él único que se quedaba fuera de las fiestas era
Damien, a veces encontraba consuelo en la mujer que había visto salir de la
panadería, la misma del talleur y los
tacos aguja, era la única puta del pueblo, una puta cara que trabajaba en París
y vacacionaba en Noirmoutier. Sentí compasión por él y lo llevé hacia un molino
que había detrás de la playa, bajé su pantalón y comencé a succionar su
miembro, él gemía y decía una serie de cosas en francés que no llegaba a
comprender. No lo hicimos porque ya se hacía tarde y en Francia son muy
respetuosos de dos cosas: los horarios y las apariencias, se defecan en la
honestidad y en el respeto pero todos deben parecen perfectos, llegar
puntuales, tener una mujer, un hijo, un trabajo respetable, una casa de
vacaciones y un auto.
Cuando llegué a la casa,
los hombres ya estaban cocinando. Me llamó la atención que las puertas y
ventanas estuviesen abiertas de par en par a pesar del frío, hasta que observé
un humo negro que salía de la chimenea. Aurélie descansaba en el sofá de la
sala, cuando le pregunté qué sucedía soltó una carcajada.
- Es que Jean Michel
intentó encender el fuego y como no sabe hacerlo pudo demasiado kerosene , ya lo ves, es como un enfant.-
- ¡Hombres!- dije, y ella
me entendió soltándome una mirada cómplice.
Bebimos cerveza belga en su honor y conversamos de lo
que habíamos hecho en el día. Les comenté acerca de mi extrema fatiga y me
contaron que era normal, todos se sentían así en Noirmoutier y era justamente
eso lo que les gustaba del lugar, era un sitio de reposo. Por eso Jean-mi le
había ofrecido a Aurélie pasar unos días allí, supuestamente el aire de mar le
haría bien a sus dolores de espalda y la alejarían del stress de su trabajo
como jueza en Bruselas. Bebimos Pineau de
Charantes, escuchamos la historia del destilado de cognac que nos contó él
y jugamos Scrabble hasta las tres. Ya
estábamos lo suficientemente borrachos como para ir a dormir, así que me
despedí de todos amablemente y volví a mi habitación, Julien me siguió. Nos
metimos en la cama, él me abrazó, bajó su mano por mi entrepierna y lo detuve,
sentí náuseas.
-Lo siento, no puedo
hacerlo, hay algo de lo que debemos hablar.-
- ¿Qué cosa?-
- Presiento que las mujeres
no son lo tuyo, creo que deberías…ya sabés, serme un poco más sincero.-
- No entiendo.-
-Vamos Julien, sabés
perfectamente de lo que te estoy hablando, mi líbido está por el suelo y es
porque a mí me gustan los hombres. Sé que anoche estuviste con Remy y con
Gerome en la fiesta.-
- Sí, estuvimos bebiendo y
tocando la guitarra.-
-¿Lo ves?, es inútil, lo
hablamos en otro momento, pero por favor, no insistas en volver a tocarme, creo
que estamos en universos diferentes.-
- Mi amor, te estás
equivocando.-
- ¡Al diablo!, no me llames
así, yo no soy el amor de nadie, esto me parece completamente absurdo. Hasta
mañana.-
Julien se quedó dormido a los
cinco minutos, toda aquella escena no le incomodaba en lo más mínimo, estaba
tan acostumbrado a fingir que hacía cualquier cosa para seguir sosteniendo la
comedia de una relación incipiente delante de los demás. Me senté en la cama y
volví a retomar el libro de Proust. Al lado volví a escuchar los gemidos de
Aurélie y Jean Michel y me alegré por ellos. Me imaginé que a unas cuadras de
distancia Damien dormiría solo o tal vez le contara un cuento al pequeño Greg.
Hulda estaría con Melanie, así como Remy estaría con Gerome. Todos tenían con
quien hacer el amor, menos yo.
Salí al jardín a fumar un
cigarro y me escapé hacia la playa, en la oscuridad pude ver una silueta, Damien parecía esperarme, estaba sentado en un banco de madera, envuelto en una
manta sintética y bebiendo un vino dulce. Parecía feliz de verme, nos quedamos
conversando, besándonos de a ratos, compartiendo una noche estrellada y el
viento del mar que nos pegaba en el rostro. Hacía frío, pero ambos
necesitábamos de compañía. Al día siguiente debía regresar a París y después a
Buenos Aires, él prometió venir a verme y dedicarme tiempo aunque viajase con
su familia. Nos despedimos como dos adolescentes en celo, nos frotábamos, nos
besábamos, nos tocábamos. Esa fue la última vez que lo vi.
La mañana siguiente los
cuatros habitantes del chalet de playa nos reunimos a desayunar antes de la
despedida. Tomamos un par de fotografías en el jardín, el sol brillaba sobre el
cabello de Aurélie, ella sonreía, Jean Michel la miraba cautivado por su
belleza. Eran la pareja más libre y más afortunada de Noirmoutier.