lunes, 21 de noviembre de 2011

Caramelos ácidos

Es increíble como un cambio de perspectiva puede hacerme ver a esta ciudad como algo maravilloso o como algo repugnante, incluyendo su gente y las cosas que suceden alrededor, a veces todo brilla, otras nada tiene color...

Caminaba temprano hacia el trabajo, con más ganas de inventar una excusa y volver a casa que de entrar y sentarme a ver pasar el tiempo en el escritorio de la esquina que da al río. De repente, miro al suelo y allí estaba, el cadáver de una paloma despedazado en medio de la peatonal Reconquista. Intenté trazar algunas hipótesis sobre la razón de la muerte, era muy improbable que la pisara un camión y se me ocurrió que un perro la habría arrastrado y mordido hasta dejarla en el estado en que estaba. Se le veían los huesos que formaban las alas y la carne rojiza salida por todas partes, la observé un rato. La gente circulaba indiferente, todos iban muy apurados por cumplir con sus roles imaginarios e impuestos culturalmente. Ellos iban vestidos con sus desabridos pantalones grises, sus culos flácidos y en camisas pulcramente planchadas por sus madres o sus mucamas. Ellas iban subidas a imposibles tacos aguja y enfundadas en atuendos decadentes con ese semblante de preocupación tatuado en sus rostros, como si tuviesen que tomar una decisión importante, aunque estoy segura de que sus empleos serán tanto o más monótonos y generadores de ignorancia que el mío. Ni una pizca de alma, nadie se conmueve ni siquiera ante la muerte.
Tal vez me repugnen estos personajes necios porque la vida está allí, presente aún en la muerte, les pasa por las narices y no se dan cuenta, muchas cosas suceden en el teatro mágico de la vida mientras ellos pierden el tiempo en el juego estúpido de ganar dinero y de hacerlo rápido.

Una vez más entré a la torre negra, a los pobres no nos queda a veces más remedio que trabajar, a menudo uno lo hace más por sus seres queridos que por uno mismo, éste al menos es mi caso en el que poco me importa la acumulación de billetes con la excepción de las veces que me complazco gastándolos en juerga, libros, discos o el cine. La tarde pasó lenta y gris, miraba por la ventana o me estupidizaba con la computadora porque en ese ambiente ensordecedor es muy difícil concentrarse en Bukowski. Salí y allí estaba de nuevo, criticando en mi mente a cada individuo, cargada de una alta dosis de ácido, repugnada al punto de querer vomitar. Hasta que consigo subir al colectivo, me siento y me dispongo a leer, las cosas iban mejorando, pero comienzo a escuchar un chi chi chi chi chi chi, cumbia!, solo eso me faltaba. Levanto la vista y veo a dos muchachos de menos de veinte con un aspecto desastroso, medio rapados y con el quincho atigrado, bermudas, piercings fluorecentes y zapatillas enormes. Manotée los auriculares y respiré un poco de rock and roll. Pero no pude volver a concentrarme en el libro porque me llamó la atención una madre que subió con su hija, casi idéntica, lo sorprendente era que la mujer era muy fea y que su hija a pesar del parecido había logrado salir hermosa, tal vez por una generosa cuota de genética paterna, pensé al menos algo bueno aunque me concentraba más en la fealdad de la madre y sus lunares negros, imperfectos de los que brotaban pelos. Se me iba el viaje en esas pavadas hasta que bajé y una señora cuadrada empezó a caminar delante mío, me di cuenta de que algunas mujeres tienen el torso como una caja y las piernas finas y cortas, como una vaca rubia exageramente rectangular que una vez vi en La Rural, solo que menos agraciadas.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El niño tuerto


Viajaba en brazos de su madre, un hermoso niño con la piel de bronce y el rostro alegre. Giraba la cabeza con curiosidad, mientras jugaba con un par de lentes oscuros. Tendría menos de tres años pero todavía conservaba las facciones tiernas de bebé rozagante. No podía evitar mirarlo, su ojo derecho enrojecido sin pupila ni iris, el otro perfecto, almendrado, castaño.
Su belleza era inmensa, asimétrica pero inconmensurable, sentí el impulso de pararme, dirigirme hasta la madre y preguntarle si me permitía saludarle. Quería decirle lo siguiente: - Bebé, sos el nene más hermoso del mundo- y esperaba que su memoria fuese lo suficientemente benévola como para que lo recordase de grande, pero mientras más lo pensaba, más dudaba y me acomodé en el asiento. Imaginaba que tal vez los niños crueles lo harían sufrir con burlas en el colegio y deseaba protegerlo de alguna manera. Pensaba en el peso de las palabras, en lo mucho que pueden hacer.
Los rayos de sol y el viento que se filtraba por la ventanilla me arrullaron, cuando desperté el paisaje ya era otro, el bebé ya no estaba, un hombre mayor me miraba por sobre el hombro como si supiera, como acusándome de no haber tenido el valor.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El escritor ignoto y su debut en el ABC


Nos citamos a las seis en un café moderno, era la primera vez que lo vería fuera del contexto nocturno. En mi cabeza brillaba aún la cara del prisma que proyectaba música los sábados por la noche detrás de una consola, quería descubrir otra arista, esa que tenía que ver con la soledad y con las letras. No era difícil de reconocer, sus piernas parecían medir un kilómetro, traía puesta una camisa blanca, liviana, algo traslúcida, un pantalón negro de vestir, unos lentes imitación Wayfahrer que se quitó ni bien me vió entrar en el café y un morral de cuero negro donde cargaba una biografía de Borges y un par de libros más. Nunca sabré si era una fachada previamente montada para la ocasión o de verdad cargaba a diario con tanto material bibliográfico (!).
Entré al café, el calor que emanaban las máquinas hacía que el clima dentro fuese aún más sofocante que afuera. En cuestión de segundos decidimos que el remedio perfecto para una tarde tan agobiante sería una cerveza. Me señaló una parrilla, que quedaba justo enfrente del café, pero lo consideré un acto disparatado, el en paraíso de los bares notables beber lo que sea en una parrilla era un asesinato a la nostalgia. La Giralda surgió como la más natural de las opciones. Los azulejos blancos y pulcros, las mesas de madera oscura y los vendedores de artilugios inservibles siempre estaban esperándome.
El segundo inconveniente fue encontrar las mesas de afuera ocupadas, así que nos sentamos adentro esperando que alguien se dignara a pagar y a retirarse pronto. Saqué el grabador, mientras una chica pasaba entre los breves espacios entre mesa y mesa invitando a la gente a asistir al teatro. Mientras grababa me puse a analizar la voz del escritor, no lo había notado la primera vez que la escuché pero en cuanto nos saludamos pude darme cuenta de de que me resultaba un tanto particular, como foráneo. Tal vez fuese porque como más adelante me contó había vivido un tiempo en Barcelona.
Le obsequié algunos halagos que lograron sonrojarle, así logré romper un poco el hielo (todos lo que portamos la pluma pecamos de falsa modestia de tanto en tanto). En respuesta, el escritor ignoto no se molestó en maquillar el regocijo que le causaban las flores arrojadas a su obra. Le pregunté si había considerado hacer con sus historias cortos cinematográficos, fue un disparador acertado, sin embargo, algo en su mirada denotaba un cierto resquemor al éxito, sus publicaciones me parecían realmente buenas, no estaba fingiendo, pero él finalizó pronto con la cuestión diciéndome que antes le gustaría unificar varios relatos bajo un mismo criterio. No pude comprender muy bien su idea, porque los cortos son individuales, de todos modos, elegí no darle mayor importancia y continué disparándole preguntas diversas sobre su estilo literario. Así pasaron cuatro horas bebiendo cerveza y conversando sobre Bukowski, Carver y Auster. Íbamos por la sexta botella cuando los cauces de la conversación convergieron en el libro Alta Fidelidad de Nick Hornby derivando en las parejas, las mujeres y el sexo. Hice algunas concesiones (técnica robada a Truman Capote) para que se soltara aún más y me contara algún secreto también, no pude averiguar demasiado. Hasta que mencionó que jamás había entrado a un cine condicionado.
Lúcida, aunque algo alegre, levanté la mano, para llamar al mozo y le pregunté dónde había uno de estos lugares. Se sorprendió tanto de que una mujer le hiciera esa pregunta que en su mente creyó que lo estaba engañando, no me quedó más remedio que insistir, por lo que el hombre debió ir a preguntarle al cajero y finalmente me contestó:. -Hagan dos cuadras derecho por Corrientes y ahí van a encontrar uno de "esos cines"- dijo, agachando la cabeza. Yo sabía que el sitio que mencionaba había cerrado hace años y que en su lugar habían abierto teatro que llamaron Moulin Bleu, así que decidí adoptar el plan B, caminar hacia la ex zona de los cines. Dimos vuelta por Uruguay, tomamos Lavalle pasando por los Tribunales, luego cruzamos la 9 de Julio hasta que nos topamos con un repartidor de volantes, tuve que volver a preguntar, esta vez obtuve la respuesta firme y concreta que buscaba: -Caminen derecho por ésta y doblen un poco a la izquierda-. Cuando llegamos al ABC nos pidieron abonar una entrada, una especie de happy hour que incluía una consumición válida por una de las peores marcas de cerveza disponibles en el mercado. Sin embargo, todo era perfecto así, sórdido y sombrío, cualquier bebida espirituosa de mejor calidad hubiese desentonado con aquél ambiente mugriento.
Nos explicaron que en general no aceptaban parejas, pero que habían hecho una "excepción". Bajamos por una escalera escasamente iluminada, se veía subir un haz de luz rojo. Nunca supe porqué ése color era indefectiblemente asociado al pecado, nunca azul o violeta, rojo.
Canjeamos la consumición, nos entregaron una lata amarilla que a los cinco minutos ya estaba caliente, nos sentamos frente a una de las pantallas, vimos una película lésbica durante un rato, hasta que el escritor se incomodó. Una de las protagonistas jugaba a colocar los dedos de sus pies en los lugares más privados del cuerpo de su compañera. Él me miró en la oscuridad y me llevó hasta la otra pantalla. Nos sentamos en unos sillones que simulaban un palco, abajo había butacas de cuerina bordó, como en una sala antigua, pero a diferencia, entre película y película se ofrecía un espectáculo gay. Me llamó la atención la variedad de público sentada que observaba con las pupilas abiertas de par en par. Dos hombres musculosos vestidos de policías hacían un striptease, los actores recorrían las filas mientras los demás los tocaban rebordeándose la boca con la lengua. Un viejo con bastón y un hombre con aspecto demasiado masculino me resultaron los más curiosos, personajes que me imaginaba a plena luz del día. El primero podría haber sido un tierno abuelo que llevara a sus nietos al colegio, el segundo podía haber estado caminando de la mano de su novia en cualquier lugar, o besándola en un parque, sin embargo estaban allí con caras de libidinosos, excitados por el show exhibicionista.
Terminó el espectáculo y tuve que acompañar al escritor hasta un vestíbulo y esperarlo hasta que saliera del baño, ninguno de los dos se atrevía a quedarse solo. Mientras esperaba afilé el oído, los dos actores conversaban en zunga y sombrero. Charlaban acerca de la reacción desenfrenada de los hombres, de las técnicas para enloquecer a los espectadores y de cómo uno de ellos se sintió molesto con un cliente demasiado obsesionado con manosearle el culo.
Cuando el escritor salió volvimos a la sala de cine, pero la situación ya no se relacionaba en nada con la entrevista y menos con la literatura. Decidimos salir del tugurio, nuestros ojos ya habían visto demasiado. Al salir el boletero nos dijo: "La próxima vez entran gratis, solo pregunten por Coco".

martes, 1 de noviembre de 2011

Ciclotimia

Casi experimento un orgasmo solo con llegar a casa y sentirme así, libre! Hoy no cocino para nadie, voy a la heladera y me preparo un trago, charlo con amigos, veo una película con Romain Duris, uff! el éxtasis!
Miro mis libros, los tres hermosos ejemplares que me he comprado en Zival´s, amo ese lugar. Los veo ahí, sobre las mesa, los huelo, me imagino entrar en esos mundos, me llena de emoción. No me preocupa estar sola, sino todo lo contrario. Venía de camino a casa cruzando la Plaza Congreso, un poco fastidiada por esas banderas multicolores indígenas y aquellos imbéciles de mi generación que se hacen los hippies y simulan apoyar a los desprotegidos , a los sin tierra, me sentí un poco snob, un poco lejos de eso. No de la gente que protesta, sino de los hipócritas, yo no vengo de mucho más arriba y sin embargo, creo que hay posturas que con el tiempo es necesario abandonar. Tal vez me preocupaba más el dolor de espalda, la contractura horrible que me provocaron los aviones y el maldito aire acondicionado de la oficina. Lo único que quería es lo que finalmente conseguí, cruzar la puerta desnudarme, quitarme las botas, beber y fumar por el placer de hacerlo. Tengo todo en 52 metros cuadrados, existe el egoísmo merecido?.
Pensaba en la navidad, en la gente que se entristece durante las fiestas y sentí el click!, hace tiempo que no pensaba en ello, de hecho ya no me preocupa. Me parecía imposible retornar a esa postura anterior de conmiseración, de lástima. Todo es alegría hoy, todo brillaba bajo la luz de la primavera, la gente se veía hermosa, una mujer descansaba sentada en un umbral, no era esbelta pero se veía bella, esa luz venía de mis ojos, no lo hubiese visto de esa manera en otro momento. Crucé Solís, la heladería César todavía no abrió, hace un día de puta madre y los tipos siguen de receso invernal, catastrófico. Podría haber comprado helado en Cadore, pero no,César tiene la misma calidad a mucho mejor precio. Así seguí algo feliz y un poco asqueada también, con ese sabor agridulce que me invadió durante todo el día con la esperanza de diluir lo amargo en alcohol.
Fui feliz cuando llené la bandeja plástica del restaurante chino al mediodía con arroz primavera,fui infeliz cuando tuve que pagar. Salí a la calle y vi el sol, me brotó una sonrisa, recibí un llamado en el celular, me sacó de quicio, no concibo mezclar un momento de naturaleza y paz con la tecnología perturbadora. Grité un poco, después pedí disculpas (puedo ser impulsiva pero siempre educada, aunque a veces la diplomacia se me vaya al carajo). Me senté en el césped de la entrada del edificio, volvió la paz, miré los trajes grises, se me fue el apetito.