Es increíble como un cambio de perspectiva puede hacerme ver a esta ciudad como algo maravilloso o como algo repugnante, incluyendo su gente y las cosas que suceden alrededor, a veces todo brilla, otras nada tiene color...
Caminaba temprano hacia el trabajo, con más ganas de inventar una excusa y volver a casa que de entrar y sentarme a ver pasar el tiempo en el escritorio de la esquina que da al río. De repente, miro al suelo y allí estaba, el cadáver de una paloma despedazado en medio de la peatonal Reconquista. Intenté trazar algunas hipótesis sobre la razón de la muerte, era muy improbable que la pisara un camión y se me ocurrió que un perro la habría arrastrado y mordido hasta dejarla en el estado en que estaba. Se le veían los huesos que formaban las alas y la carne rojiza salida por todas partes, la observé un rato. La gente circulaba indiferente, todos iban muy apurados por cumplir con sus roles imaginarios e impuestos culturalmente. Ellos iban vestidos con sus desabridos pantalones grises, sus culos flácidos y en camisas pulcramente planchadas por sus madres o sus mucamas. Ellas iban subidas a imposibles tacos aguja y enfundadas en atuendos decadentes con ese semblante de preocupación tatuado en sus rostros, como si tuviesen que tomar una decisión importante, aunque estoy segura de que sus empleos serán tanto o más monótonos y generadores de ignorancia que el mío. Ni una pizca de alma, nadie se conmueve ni siquiera ante la muerte.
Tal vez me repugnen estos personajes necios porque la vida está allí, presente aún en la muerte, les pasa por las narices y no se dan cuenta, muchas cosas suceden en el teatro mágico de la vida mientras ellos pierden el tiempo en el juego estúpido de ganar dinero y de hacerlo rápido.
Una vez más entré a la torre negra, a los pobres no nos queda a veces más remedio que trabajar, a menudo uno lo hace más por sus seres queridos que por uno mismo, éste al menos es mi caso en el que poco me importa la acumulación de billetes con la excepción de las veces que me complazco gastándolos en juerga, libros, discos o el cine. La tarde pasó lenta y gris, miraba por la ventana o me estupidizaba con la computadora porque en ese ambiente ensordecedor es muy difícil concentrarse en Bukowski. Salí y allí estaba de nuevo, criticando en mi mente a cada individuo, cargada de una alta dosis de ácido, repugnada al punto de querer vomitar. Hasta que consigo subir al colectivo, me siento y me dispongo a leer, las cosas iban mejorando, pero comienzo a escuchar un chi chi chi chi chi chi, cumbia!, solo eso me faltaba. Levanto la vista y veo a dos muchachos de menos de veinte con un aspecto desastroso, medio rapados y con el quincho atigrado, bermudas, piercings fluorecentes y zapatillas enormes. Manotée los auriculares y respiré un poco de rock and roll. Pero no pude volver a concentrarme en el libro porque me llamó la atención una madre que subió con su hija, casi idéntica, lo sorprendente era que la mujer era muy fea y que su hija a pesar del parecido había logrado salir hermosa, tal vez por una generosa cuota de genética paterna, pensé al menos algo bueno aunque me concentraba más en la fealdad de la madre y sus lunares negros, imperfectos de los que brotaban pelos. Se me iba el viaje en esas pavadas hasta que bajé y una señora cuadrada empezó a caminar delante mío, me di cuenta de que algunas mujeres tienen el torso como una caja y las piernas finas y cortas, como una vaca rubia exageramente rectangular que una vez vi en La Rural, solo que menos agraciadas.