Ni bien Miranda cruzó la
puerta del bar se sintió nostálgica. Era invierno y llevaba una campera de
cuero negra, estaba junto a unos amigos esperando a que se hiciera la hora de
entrar a El agujero del jazz. El lugar ya había abierto y tocaba una banda
que hacía versiones de Fats Waler y Charlie Parker, pero a ellos le interesaba
algo más cool, esas fusiones descomunales con música de los 70´s que tocaba
Sebastián Peyceré y que hacían estallar el antro.
Eligieron una mesa justo en
el medio del salón, pidieron cuatro cafés. Miranda no dejaba de observar los
azulejos blancos, los espejos con marco de madera y los labios de Darío que
hablaba sin parar. A pesar de ello no lo escuchaba, solo podía oír la música que
producían las cucharitas en las tazas, los sobres de azúcar al romperse, los
chirridos de las sillas y los sonidos naturales del mostrador; una sinfonía compuesta
para vidrio y metal. En su cabeza todo era una reminiscencia de otro día en el
mismo lugar.
Una tarde de primavera mientras
caía el sol se sentó en una de las mesas de afuera a beber catorce litros de cerveza
con Gustavo, el resto era historia. Esa noche podía ver esa misma mesa blanca
azotada por el viento invernal. Nada había cambiado, era como el hotel Overlook habitado por fantasmas que no
envejecían jamás.
Miranda volaba con su mente mientras los demás hablaban y bebían café. El camarero que la había atendido aquella vez estaba de turno parado junto a la barra observando las mesas con la dedicación que solo tienen los camareros de antaño. Se excusó para ir al toilette y cuando estaba por llegar, miró hacia atrás y lo vió. No tuvo dudas en ese instante, era Gustavo el que estaba solo frente a una enorme taza de café con leche y un libro enorme. A pesar de que aún mantenían una relación amena que había evolucionado más en lo fraternal que en lo sexual, no lo saludó, siguió caminando y se metió en el baño perturbada por su presencia. En la puerta del cubículo leyó: “Gustavo te extraño” y se sintió una idiota, se preguntó muchas cosas de las que nunca obtendría respuesta.
Miranda no se caracterizaba por ser una mujer cobarde pero había ciertas personalidades que la paralizaban, la de Gustavo era una de ellas. Era algo que había tratado en el diván de su psicoanalista sin llegar a ninguna conclusión. Salió de allí un poco más serena luego de mojarse las muñecas y el dorso de la nuca. Cuando volvió a mirarlo y él le correspondió se dio cuenta de que había cometido un error, era un extraño levemente parecido, Gustavo nunca había estado ahí aquella noche.