jueves, 11 de septiembre de 2014

Halifax Tennessee Hellmann


Capítulo I

Halifax Tennessee Hellmann fue tal vez el mejor saxofonista que haya vivido en Chicago en los años de la gran depresión. Por lo demás era un sujeto más que ordinario y con poco éxito en la vida, estaba claro que lo suyo era la música y en menor medida, las mujeres.

Su curioso nombre llamaba la atención siempre que se presentaba; cuando estaba de humor, Halifax les narraba la breve historia: “Halifax, Nova Scotia fue la ciudad a la que llegó mi padre emigrado de Alemania; Memphis, Tennessee es la ciudad donde se crió mi madre antes de mudarse a Chicago. Al nacer decidieron bautizarme con los nombres

de sus lugares preferidos en el mundo.” Entonces era cuando alguna mujer suspiraba ante Halifax y caía rendida ante sus perfectas y delicadas facciones, siempre terminaba

yéndose a casa con una diferente. Claro que él sabía que podía llevarse a la cama hasta a la reina de Inglaterra si así lo deseaba, pero era un tipo modesto y prefería no darse aires. Muchas veces solía despertar la risotada de algún desconocido que mezclado entre la banda increpaba a Halifax y le decía que no era posible tener un nombre semejante pero esto no le importaba demasiado.

Otro factor desopilante que sorprendía a sus interlocutores es que Halifax era negro, pero su padre era casi albino. Esto era sí porque Halifax era el fruto incestuoso entre su madre y su abuelo; ella huyó del infierno que le tocaba enfrentar a diario en Memphis y se encontró con otro fugitivo: Ludwig Maximilian Hellmann. Ludwig venía viajando desde que llegó a Canadá, buscaba la tierra de la libertad y las oportunidades, tenía algunos amigo que habían venido desde su Alemania natal y le habían enviado postales que decían que en el “nuevo mundo” estaba el éxito y lo invitaban a conocer América.

Theresa, la madre de Halifax trabajaba como obrera en una fábrica cerca del Navy Pier, Ludwig había conseguido un puesto como vigilador de la misma fábrica. Así fue como el cinco de agosto de 1905, Theresa entró junto a las demás obreras por el portón principal y se encontró de frente con Ludwig, quien quedó inmediatamente embelesado ante aquella belleza de piel de ébano y de rostro angelical. Ella a su vez sintió lo mismo, pero instantáneamente bajó la mirada con cierto temor, nunca había visto unos ojos de color azul tan profundo, le pareció estar contemplando las aguas del lago Michigan en un día de tormenta. 

La atracción fue mutua e instantánea, él se disculpó por la distracción de haberla embestido involuntariamente y la ayudó recoger la cesta con su almuerzo, una manzana había rodado por el suelo. Ella notó que él hablaba inglés con cierta dificultad y le preguntó de dónde era. Aquella conversación continuó durante la hora del almuerzo y se prolongó durante los siguientes dos meses y medio. A ella le parecía curioso que un blanco le hablara tan amablemente, a él le parecía lo mismo ya que muchas veces era discriminado por ser extranjero y no expresarse correctamente, pero Theresa en cambio siempre tenía palabras dulces para él.

El tiempo pasaba y era imperioso para ella sincerarse con Ludwig, no podía engañarle más. Así es como una tarde se armó de valor y sentados en el muelle luego de la jornada de trabajo interminable, Theresa le confesó que estaba embarazada y le narró parte del sufrimiento del que venía escapando. Le pidió disculpas, agachó la cabeza y se preparó para retirarse cuando Ludwig la tomó del brazó, la apretó contra sí y la besó, entonces le dijo algo que no estaba preparada para oír pero que la alegró inconmensurablemente: “Querida, cada día vengo a este trabajo de obrero pensando sólo en verte, me regalaste tu sonrisa cada tarde, dejaste que desnudara tu alma en cada conversación. No voy a dejarte sola en esta situación. Theresa, cariño, ¿quisieras ser mi esposa?”. Theresa respondió que sí con lágrimas de felicidad en los ojos y pronto,  la pareja ya estaba instalada cerca de Wabash street.

Allí, Halifax creció rodeado de bares, con Ludwig como padre verdadero, quien le enseñó a tocar el saxofón y a reparar instrumentos. Antes de la primera Gran Guerra, abrieron la famosa casa de luthería “Von Hellmann ́s” tal era el apellido original de la familia acortado por las autoridades migratorias que anotaron a Ludwig cuando llegó a América.

En 1925 Halifax tocaba todas las noches en distintos bares diseminados por la 
Wabash Street, vecindario completamente negro donde reinaba la música y la alegría como en ningún otro lugar. En Billie ́s nunca se sabía nunca quienes eran los músicos y quienes los espectadores. Cada noche la banda comenzaba a tocar y en el punto más álgido del show era tanta la algarabía que se contagiaba en el ambiente que cualquier hijo de vecino se subía al escenario y descollaba con un solo o con un acto de baile improvisado en el momento. Todos tenían su turno y nadie buscaba el protagonismo, todo era una fiesta en aquellos días, a pesar de la hambruna y del frío demencial que helaba la ciudad de los vientos.

La única melena color rojo candente que sobresalía en aquel distrito era la de Doris, la amante de Halifax por aquél crudo año en el que la prohibición del alcohol intensificaba su consumo. Doris era una mestiza nacida del desliz de un acaudalado terrateniente con su madre, una mucama de color que había llegado a la gran ciudad desde Alabama

buscando un futuro mejor que el de los campos de algodón. Por fortuna para Doris, su padre biológico le tomó gran afecto al verla nacer y se encargó lo más secretamente

posible de conseguir que se educara, se alimentara y se vistiera decentemente. Sin embargo, la muchacha, al tener una vida fácil y sin complicaciones, no pensaba tanto en el futuro como en divertimentos efímeros, noches de jazz y licor. Llevaba el ritmo en las venas al igual que Halifax y movía el trasero como nadie cada vez que pisaba un escenario.

La gorda Saddie había tenido menos suerte que Doris, su familia también venía del sur y ella había sido una bailarina genial antes de que comenzara a ensancharse, pero las cosas no le habían ido bien durante los últimos años. Por alguna extraña enfermedad Saddie había comenzado a engordar, así comiera sólo un bocado de pan al día su cuerpo crecía y crecía. A Halifax no le importaba demasiado esto, pero la abandonó cuando descubrió que se metía a hurtadillas en su cuarto y le robaba todo el dinero que había ganado tocando la noche anterior. La gota que rebalsó el vaso fue cuando Halifax la vió escudriñando su saxo, inmediatamente pensó que quería venderlo, entonces la echó y cambió la cerradura.

A partir de entonces, no sólo abandonó a Saddie sino juró no volver a llevar mujeres a su casa. Y es lo que hizo. Cada vez que terminada la noche alguna chica se le insinuaba, él le decía: “Cariño, el sexo es importante, pero la música es la esencia de todo, así que si quieres que este semental haga su trabajo, esperarás a que deje mi saxofón en mi apartamento y luego, procederemos a divertirnos en el hotel más cercano”. Nunca le habían dicho que no hasta que se topó con la consentida de Doris, tenía una silueta tan escultural que a Halifax no le importó y se la llevó a su casa, además, a diferencia de Saddie, no podía ser una ladrona. Doris tenía demasiado dinero que no le importaba espilfarrar delante de Halifax y si bien no era demasiado inteligente, su derriére lo compensaba todo.


Las cosas iban bien con Doris hasta que una noche, Halifax llegó temprano del su gira nocturna. Eran casi las cinco de la madrugada cuando al llegar con el estuche de su saxo en mano, escuchó voces y una carcajada de mujer que salían de su pequeño piso. 


- Doris-, pensó, -me estará poniendo los cuernos con algún cavernícola de esos que se ganan la mala vida. Ya sé, le haré la escena y todo habrá acabado en menos de cinco minutos, estoy harto de estas mujerzuelas, al final nunca son de fiar, siempre te acaban poniendo los cuernos.-

Entonces, Halifax abrió la puerta tímidamente. En el living de su casa había un hombre blanco con anteojos redondos que se quedó perplejo cuando vió a Halifax, sobresaltado acomodó sus lentes. Desde la cocina Doris le gritó

 – ¡Querido, llegaste!, al fin-. 
El hombre blanco se quitó el sombrero, le extendió la mano a Halifax y le dijo: 
- Es un honor conocerlo, es Usted un verdadero maestro, mi nombre es Benjamin David Goodman y soy un gran admirador de su música.-

-¿Vas a quedarte ahí, mudo Hali?, lo increpó Doris.

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