Cuando desembarcamos en Salvador de Bahía hacía un calor infernal,
veníamos desde España a bordo del legendario “Príncipe de Asturias” en una
travesía interminable, pero así viajábamos en aquel tiempo. No existían aún los
veloces aviones que surcan los mares en tan sólo unas horas, de sólo pensar en
ello me produce pavor, yo pertenezco a un mundo más calmo y más lento en el que
los libros lo eran todo y la radio y el jazz una revolución.
Hacía poco que nos habíamos casado con Daniel y llevábamos una vida
ajetreada y dividida por sus negocios entre Europa y Montevideo. No habíamos
tenido tiempo para la luna de miel y aquél viaje era una suerte de aquello que
tanto le había reclamado. Accedí a que su hermana Sofía viajara con nosotros, más como un acto de compasión que por voluntad propia. Sofía me parecía una mujer
sumamente frágil y sombría que vivía tras la sombra de su hermano gemelo, eran
sin duda dos almas unidas en el bardo,
inseparables, empero, muy distintas.
A medida que el tiempo transcurría, los hermanos parecían más unidos que nunca, hacía unos días que habían dejado atrás sus diferencias y comenzaban a
disfrutar del viaje, se reían constantemente como niños y pude verlos muchas
veces sentados en cubierta mirando el mar al atardecer, sin más comunicación
que el sonido del viento.
Una vez en Salvador el enviado por nuestro agente de viajes nos recibió
en el puerto, se llamaba Teté, él nos dio las indicaciones para llegar hasta el
Pelourinho y nos sugirió contratar allí mismo una acompañante en el Mercado
Modelo que estaba justo cruzando la calle. Allí podríamos conseguir una
muchacha que nos ayudara con los quehaceres y que por una módica suma se
quedara con nosotros mientas estuviésemos en Bahía.
Durante mi estadía en Brasil comprendería luego que las ofertas de
trabajo para la gente de color eran menos que escasas y que este pueblo, que conformaba
gran parte de la población de ese país había quedado subyugado a las tareas de
la construcción y los empleos callejeros y las mujeres a las casas de planchado
o a la servidumbre.
Recorrí el mercado junto a Teté mientras mi esposo y su hermana, agotados
por el viaje nos esperaban con el equipaje para cruzar hasta el elevador
Lacerda. Había decenas de muchachas jóvenes ofreciendo sus servicios por
monedas, la mayoría cruzaba en barco desde el Morro o de otras islas
enfrentadas a la costa de Salvador.
Debajo de un nogal una chica miraba al suelo, en sus manos llevaba un
cartel que decía: “Lavado y planchado por comida” a su lado una mujer mayor la
acompañaba.
-Ella-, dije.
Teté habló con la muchacha y le explicó en portugués que éramos turistas
y que estábamos interesados en sus servicios, también le explicó que nos
hospedaríamos en el Hotel Dos Passageiros en el Pelourinho y que si gustaba
podría quedarse con nosotros.
- Dígale que además de la comida y el hospedaje le pagaremos generosamente.-
le dije a Teté.
Él tradujo mi propuesta y así fue como conocimos a Zuzú.
Antes de confiárnosla, su tía nos contó que Zuzú había crecido en la
selva, prácticamente con los animales. Los lugareños de la isla contaban que la
niña no era del todo humana, y que su madre había preferido sacrificarse a
verla crecer y convertirse en un monstruo. Fue
expresamente lo que tradujo Teté, lo que a mí me pareció un relato realmente exagerado cargado de superstición. No me explicaba como podían hacer sentir culpable a la pobre muchacha por la muerte de su madre y a la vez haber buscado un pretexto tan pueril.
- No se preocupe señora, la niña estará bien con nosotros, puede confiar
que volverá con usted en un mes a lo sumo.- díselo Teté. La señora nos saludó en silencio mientras nos alejamos de allí, no volvimos a verla.
Los días pasaron, Daniel y Sofía se abstraían en largas conversaciones
nocturnas en lo que percibía como un ejercicio constante de reconciliación. Zuzú
se había convertido en mi refugio, para mí era como una más de nosotros. A
veces le pedía que me contara las historias de su pueblo, ella siempre lo
hacía con paciencia y sin reproches a mis ridículos caprichos burgueses. Permanecía
a mi lado hasta que me dormía y luego se tiraba a descansar en su camastro
junto al mío. Cada vez comprendía con más claridad el portugués natal sus palabras. De todas las historias, la que más me gustaba era la un lobo que acechaba por las noches el
pueblo de Zuzú, le pedía que me la contara una y otra vez hasta que el sueño me vencía mientras la crujiente fonola reproducía incansablemente a la Negresse de París.
Daniel y yo habíamos hablado de los incipientes problemas en nuestro
matrimonio antes de embarcarnos rumbo a Brasil, de dormir en habitaciones
separadas, de tener que vivir con esa distancia. Llevar a su hermana fue idea
mía y no suya, pensé que era una buena forma de unir la familia que pronto
formaríamos, no tardé en arrepentirme. Sofía parecía querer llamar la atención
todo el tiempo, sus mareos y malestares terminaban haciendo
que Daniel se quedara a acompañarla en su habitación hasta que se durmiera,
como si fuese una niña, como si no pudiese cuidarse sola. Daniel me pedía que
saliera, que disfrutara, él debía cumplir con su deber de hermano. Zuzú me
cuidaría, ella podía contarme sobre la cultura de Brasil y protegerme de los
peligros, decía.
Zuzú parecía temerle a todos, excepto a mí o al menos era la única con
la que hablaba, con Daniel y Sofía era sumamente tímida, agachaba la mirada en
un gesto de ensimismamiento. Yo pensaba en las palabras que pronunció su tía
cuando nos la confió en el Mercado, en la muerte trágica de su madre, y en Zuzú
creciendo sola y salvaje.
Al principio paseábamos todos juntos cada noche
por la Praca da Sé observando a los negros que vibraban al ritmo de los
tambores mientras las Bahianas repartían cintas de colores a los turistas para
que las ataran en las rejas de Nostra Senhora do Bonfim. Comíamos Acarajé para
la cena, siempre y tal vez no los hubiésemos probado nunca de no ser porque el
dueño del Hotel Dos Passageiros nos contó que estos buñuelos fritos eran
manjares típicos de la zona, rellenos entre otras cosas con pasta de garbanzos,
cebollas y camarones que no podíamos perder la oportunidad de probar. Después
de cenar, nos sentábamos a practicar el deporte preferido de Daniel, le gustaba
jugar a adivinar la nacionalidad de los turistas que paseaban por las calles
empedradas, basándose en la ropa que llevaban puesta. Luego, Sofía o yo nos
acercábamos a pedirles indicaciones para volver al hotel y dependiendo del idioma
en el que respondían sabíamos de dónde venían. Zuzú me seguía los pasos, me
miraba con sus ojos negros, profundos, incondicional, le parecían curiosas
nuestras costumbres, nuestros modos, seguramente lo que divertía a Daniel le
parecía sin sentido, y sobre todo detestaba usar zapatos.
Sofía empeoró su estado de salud hasta lograr que Daniel no lograra separarse de su lado. Fue entonces cuando me pidió que no dejara de salir en compañía de Zuzú. Las primeras
noches sólo salíamos a comer Acarajé y volvíamos al hotel a descansar, luego
con el paso de los días, le pedí a Zuzú que me acompañara a beber unos tragos
en una taberna muy concurrida que estaba abierta hasta la madrugada y desde donde
siempre había oído salir alegre música tradicional.
La tercer noche vimos desde afuera lo que parecía un espectáculo de
danza, unas mujeres sacudían su pelo mientras saltaban con las piernas
abiertas, cubiertas de sudor, se desgarraban las ropas como si se encontraran
bajo un hechizo y cantaban una canción feroz. Zuzú me miró con el negro
penetrante de sus ojos como diciéndome algo y por primera vez se separó de mí.
Caminó hacia las mujeres que no paraban de bailar al ritmo de los tambores y se
unió a ellas en una improvisación de saltos y contorsiones como no había visto
jamás.
Poco puedo recordar de aquel lugar, solo se que bebí, bebí hasta que no
pude más y perdí a Zuzú en algún momento en el que un hombre negro
me tomó de la cintura y me dio un beso tibio y profundo. Del camino hasta el
hotel tampoco puedo recordar demasiado, sólo sé que desperté en mi habitación y
que Zuzú y aquél hombre estaban conmigo. Los tres nos besábamos y nos
retorcimos en la oscuridad, desde afuera sonaban tambores, la brisa de
madrugada entraba por la ventana. El convento que alguna vez había sido el hotel me pareció en mi delirio un
manicomio en el que sólo Zuzú y aquel hombre eran testigos de mi locura.
Odié a Daniel,
odié a Sofía, odié percibir los gemidos tenues en la habitación de ella cada tarde, cada noche y en respuesta al secreto profano que me obligaban a guardar me dejé tomar por aquel desconocido
de todas las formas que pudiese imaginar, hasta que quedé exhausta y me tendí
en la cama. Zuzú se quitó el vestido, tomó mis manos y me hizo recorrerla en la
oscuridad. Vello, enormes superficies cubiertas de vello espeso, denso y al
final un enorme miembro con el me penetró mientras el extraño nos observaba,
nos contorsionamos en un acto bestial hasta que oí aquel sonido desgarrador,
aquel aullido antes de que Zuzú terminara huyendo desnuda y perdiéndose en las
calles de Salvador.
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